Haití. El alma desgarrada de un país a la deriva

Juan Espejo / Enviado especial a Haití texto y fotografías
Bulle la vida en Haití en cada esquina a golpe de machetazos de hambre y desesperanza. Pero es savia sin alma, que el alma haitiana está desgarrada de tanto sufrimiento. Haití, el primer país negro en independizarse en el mundo, el primer país en proclamar su libertad en América, tiene una condena perenne de catastrofismo de la que no sale. No quiere salir, que la corrupción de la clase dirigente lo paraliza indecentemente; no puede salir, que Occidente manda camionadas de euros y dólares, pero no mira en qué bolsillos se quedan. Desheredados entre los desheredados, sólo necesitaban los haitianos de a pie un devastador terremoto para anclarse a la deriva de la vida, en permanente tragedia, donde sobrevivir es algo más que llevarse algo a la boca, una búsqueda constante del porqué tengo que llegar a la noche si las fuerzas me flaquean desde media mañana.

    15 ene 2012 / 11:17 H.

    Tristemente, nada es lo que parece en Haití, todo es mucho peor. Hay que visitarlo para comprobar qué significado real tiene la palabra suciedad. O recorrer sus calles para enterarse bien de lo que es el caos en el tráfico. De noche escóndete donde nadie presuma que estás, ante las balaseras deberías quedarte quieto y acurrucado en el suelo y cuando te encuentras de frente con la mirada limpia y blanca de un desamparado corazón haitiano nada mejor que una sonrisa. En ese compromiso innegociable con la condición humana cientos, miles de cooperantes trabajan desde hace dos años en Haití, cuando la tierra tembló y en apenas un minuto segó la vida de 300.000 almas.
    Este jueves pasado se cumplía su efeméride más trágica, aunque una más al fin y el cabo en un país dejado de la mano de Dios. Un 12 de enero de 2010, los telediarios alertaban de un movimiento sísmico en el Caribe, 7,3 en la escala Richter, que con el paso de las horas se fue haciendo tragedia infinita, infumable humanamente, hasta completar en la práctica la desolación total de la capital, Puerto Príncipe, incluida la Catedral, incluido el Palacio Presidencial. Las crónicas de urgencia alertaron del drama y la comunidad internacional respondió como nunca, con ríos de dinero que dos años después de aquello parecen haber caído en un pozo sin fondo. Hay escombros del terremoto en plena calle, aún se ven las botellas de agua que la Cruz Roja repartió aquellos días entre los supervivientes. Hay edificios que son un auténtico peligro para los viandantes y que el Gobierno no tira. En el país del caos y la corrupción, no extraña que 24 meses después, 650.000 personas sigan viviendo en campamentos de refugiados, con latas y cartones por techo, con plásticos como escudos de plastilina ante los feroces huracanes y tormentas del trópico. Dicen las cifras oficiales, que el 70 por ciento de los habitantes del país viven por debajo del umbral de la pobreza. Sólo que olvidan esos fríos datos estadísticos que una cosa es ser pobre en nuestro entorno y otra muy distinta serlo allí. Nada puede parecerse, ni compararse. Allá mueren por la violencia que inunda las calles (500.000 armas, todas americanas, fluyen sin control por el país), por el cólera que arrasa campamentos (las tropas nepalíes de la ONU han sido acusadas de introducir el virus) y especialmente mueren por el hambre (sobrevivir con poco más de un euro al día es un permanente cántico a la vida).
    Todo es exceso en Haití, incluso que Occidente crea que no es un estado fallido como Somalia o Afganistán, y se empeñe de catalogarlo como estado frágil. No brinda servicios esenciales como seguridad, protección de la propiedad o infraestructuras públicas. Hay esclavitud, sí a plena luz del día y en pleno siglo XXI, que entre los propios haitianos se destrozan la dignidad y el propio orgullo patrio como sería inimaginable por aquí. Y a la Policía haitiana, que cobra 200 dólares al mes (156 euros), mejor no encontrarla, muy aconsejable dar un rodeo para que no te vea. Pillaje sobre pillaje, sálvese quien pueda, que en Occidente también hay listos y cara duras para sonrojarnos.  De las 172 oenegés instaladas en Haití, hasta 27 tenían sólo un cartel en un terreno perdido para que la foto pudiese ser colgada en internet y recolectar fondos que desde luego allí no llegarán. Este dato lo certifica un antiguo alumno de la Academia de la Guardia Civil de Baeza, desplazado voluntario en Haití, que dedicó su tiempo libre a visitar una a una las organizaciones no gubernamentales.
    Con todo, entre tanta desesperanza, hay luces que brillan más que las de los propios renglones torcidos de nuestro mundo que hasta aquí les he relatado. Una legión de cooperantes llega cada tiempo de vacaciones a prestar su trabajo y su sonrisa a un país a la deriva, ejército solidario y anónimo que es precisamente quien de momento contiene el naufragio total de Haití. Van y vienen y mientras tanto, en España no dejan de olvidarse de aquel drama. Puesto que todo es manifiestamente empeorable, nada mejor que ponerse a trabajar. De esta filosofía nació la oenegé “Se Puede Hacer”. Un festival flamenco y un rastrillo les permitieron recaudar en 2010 5.600 euros para Haití. Para la Fundación “Nuestro Pequeños Hermanos”, que tiene un hospital, escuelas, centros de acogida, dispensarios y voluntad permanente de atender la mano al pueblo haitiano. Su responsable en Jaén, Pilar Belart, viajó por primera vez a Haití el pasado julio y aún está impresionada pese a que sus viajes solidarios son constantes por el mundo. “Me han sorprendido muchas cosas, pero especialmente la diferente pobreza de Haití comparada con la que existe en los países africanos”. Vivió durante 20 días con las misioneras de la madre Teresa de Calcuta y en el dispensario de St. Joseph no dejó un solo momento de limpiar heridas con agua y sal, poner crema a los moribundos o ver, impotente, cómo morían bebés enfermos.
    Quizá sea esa impotencia  perenne la que desgarre a jirones el alma de un país que aparenta no ser “reino de este mundo” pero sobre el que reposa la esencia de la humanidad: Si no somos capaces de levantarlo entre todos, olvidémosnos de seguir creyendo en la condición humana. ¡Haití somos todos!

    Un rinconcito haitiano cuyo coste anual sufraga la provincia de Jaén

    Aveces a nuestros donativos no les vemos los nombres y apellidos a quienes van destinados. Confiamos en las oenegés a las que apadrinamos con nuestro esfuerzo y sacrificio en forma de un dinero que no nos sobra y son ellas las que responsablemente lo gastan en lo que creen prioritario. Así es habitualmente, aunque hay excepciones y una de ellas es significativa, la del centro de acogida que tiene Mensajeros de la Paz en Tabarré, uno de los barrios del extrarradio de la capital haitiana, Puerto Príncipe. El coste mensual de la manutención de esta casa corre a cuenta de la solidaridad jiennense.
    Les cuento, el padre Julio Millán Medina, sacerdote forjado en mil y una batallas de la vida religiosa en Ecuador, como capellán de la cárcel o de los enfermos del hospital Princesa, es de facto, sin cartera ni nombramiento, el ministro de Asuntos Exteriores del padre Ángel. Cada trimestre visita decenas de proyectos de la ong católica en América Latina, tanto para certificar su rumbo como para abrir nuevos campos ante las nuevas necesidades de un mundo tan injusto como el que vivimos y padecemos. Y de todos esos proyectos en Haití, Bolivia, El Salvador, República Dominicana o Perú, Julio Millán asumió la responsabilidad directa del centro de día de Tabarré para que fuese la mano tendida de los jiennenses quien sacara adelante la comida y la educación a niños y a ancianos. Además de los donativos que llegan anónimamente o que el sacerdote busca puerta a puerta, Mensajeros Jaén organiza cenas solidarias para buscar financiación. La última de ellas, el pasado junio en Los Villares, donde ejerció de cura, tuvo una recaudación récord de 12.491 euros. Todo íntegro para la casa de Haití, en la que trabajan día a día, Fritz Belizaire y Carmel Rerand, la maestra cocinera, cuyo hijo Denzel, posa inmenso en la foto de arriba.