Hacia la felicidad
Desde Jaén. “Unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén, preguntando: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella y venimos a adorarle”... Entraron en la casa, vieron al Niño con María, su madre, y cayendo de rodillas, le adoraron; abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra”.
Este pasaje evangélico nos transporta a un tiempo pasado, muy lejano tal vez, en que podíamos soñar con un mundo de amor, de paz, de ternura, humildad, alegría y esperanza, sin temor a que nos despertaran el desamor, la violencia, la injusticia, la opresión, la dureza de corazón, el dolor, el desaliento... Ese mundo tan deseado, al que aspira nuestra alma, sedienta de felicidad, es el mundo que Dios quiere para nosotros, y por el que dio su vida. Es su Reino. Para alcanzarlo, hemos de ponernos en camino, como aquellos magos, hombres sabios y poderosos, que siguieron la senda que el Señor les marcaba, con la sencillez y la confianza propias de los niños, dejando atrás su tranquila existencia. Debemos apartar de nosotros todo aquello que nos impida avanzar. Guiará nuestros pasos, la estrella luminosa de la fe, la esperanza, la verdad, la generosidad, la fidelidad, la fortaleza, la perseverancia, la comprensión, el respeto a la vida y a la dignidad del otro, a sus creencias y sentimientos, el perdón; nos guiará la estrella del amor, de la mansedumbre, de la aceptación de las propias limitaciones y los propios sufrimientos, y el deseo sincero de encontrarnos con este Niño, Dios del amor y la paz, y de adorarlo, ofreciéndole el mejor regalo: Todo lo que somos, tenemos y valemos. Cada día ha de ser un paso en ese camino de esperanza. Merece la pena intentarlo, pues el destino es la felicidad soñada.
Concepción Agustino Rueda