MARÍA JESÚS ROMERO MORALES: “La felicidad de todos los míos es mi felicidad”
María Dolores García Márquez
Las historias de los grandes seres humanos, habitualmente son vividas en la sombra, aunque no pasan desapercibidas para aquellos afortunados que los tienen cerca. Su nombre es María Jesús Romero Morales, a ella le gusta que le llamemos Mari; nació un día de agosto de hace 63 años. Frecuentemente solemos etiquetar a las personas conforme a prototipos socialmente establecidos, sin profundizar en lo que las apariencias muestran. Aunque en ocasiones como esta, al abrir la puerta nos encontramos con sorpresa una vida tan admirable, como sencilla resulta la expresión “soy ama de casa”. Y es que asumir los cuidados de una casa y de los que en ella habitan es un compromiso gratificante, pero también muy sacrificado, que requiere de mucha dedicación
Las historias de los grandes seres humanos, habitualmente son vividas en la sombra, aunque no pasan desapercibidas para aquellos afortunados que los tienen cerca. Su nombre es María Jesús Romero Morales, a ella le gusta que le llamemos Mari; nació un día de agosto de hace 63 años. Frecuentemente solemos etiquetar a las personas conforme a prototipos socialmente establecidos, sin profundizar en lo que las apariencias muestran. Aunque en ocasiones como esta, al abrir la puerta nos encontramos con sorpresa una vida tan admirable, como sencilla resulta la expresión “soy ama de casa”. Y es que asumir los cuidados de una casa y de los que en ella habitan es un compromiso gratificante, pero también muy sacrificado, que requiere de mucha dedicación
, de total entrega; en él no hay jubilación, ni vacaciones, ni tan siquiera un día libre, es un compromiso de vida.
—A Mari se le ilumina la cara cuando habla de su familia.
Tengo cuatro hijos, el mayor, Ramón, ya casado, trabaja y vive en Cádiz y tiene un hijo, mi único nieto a día de hoy; Juan, Amparo y Miguel Ángel, mis otros tres hijos, siguen viviendo en mi casa, aunque mi Amparo ahora está también en Cádiz empezando en un trabajo de dependienta en un gran supermercado, que ojalá tenga suerte porque son ya 30 años los que tiene y la chiquita hasta hoy no ha tenido muchas oportunidades para colocarse. A mi Miguel Ángel sin embargo lo han despedido ahora del trabajo, por esto de la crisis, que no sé lo que va a pasar. Mi Juan tiene 34 años y el pobre está enfermo; de pequeño era un niño muy inteligente, sacaba muy buenas notas en el colegio, pero tenía una mente muy débil; tenía 15 años cuando debutó su enfermedad mental; es muy noble, muy cariñoso, pero cuando le dan los brotes se pone muy nervioso y lo pasamos todos muy mal; ha estado ingresado en el Hospital en algunas ocasiones, la peor fue a poco de morir su padre, hace 4 años; ahora durante un tiempo lo tratan en la Comunidad Terapéutica cinco días a la semana, allí hay muy buenos profesionales que le atienden muy bien, pero pronto le darán el alta. Mis padres gracias a Dios todavía viven, y me dan mucha compañía. Mi madre tiene 91 años y prácticamente no ve, mi padre con 86, está más delicado que mi madre, va a hemodiálisis cada dos días, y con esto y la insulina hay días que no tiene fuerzas para mucho y hay que ponerle comidas especiales. También tengo dos perros: mi Dary que está ya muy mayor, y Goli, que es una cachorrilla que trajo mi Miguel Ángel hace 4 meses, es muy juguetona y muy grande, y me tiene el sótano destrozado.
—Veo que tiene una gran familia y vive en una casa con todos ellos, ¿cuenta con algún tipo de ayuda?
—Antes vivíamos en un piso en Millán de Priego en el que estábamos bien, pero algo ajustadillos, pues por entonces éramos ocho; por eso mi marido y yo pensamos cambiarnos, mis hijos eran ya grandes, y ellos, mis padres, todos necesitábamos más espacio. Aquí estamos muy a gusto, aunque la casa da más trabajo que el piso. No tengo ayuda de la calle, porque no tengo dinero para mantenerlo. Me las arreglo sola, me echa una mano mi hija, y mi madre cuando estaba mejor, pero bastante ha trabajado ya la pobre. Mi madre se crió en el Hospicio de Santa Teresa aquí en Jaén, las monjas le enseñaron a bordar, leer, escribir, incluso mecanografía; durante la guerra fue oficinista, luego hizo unos cursos en Granada y se colocó de Enfermera en el Hospital. Así que a temporadas en una cosa, a temporadas en otra o con todas a la vez, entre el bordado y el Hospital se iba ganado la vida. Conoció a mi padre y se casaron. Él trabajaba en el campo, luego de albañil, también iba a La Guardia a ayudar a sus padres; entonces se trabajaba mucho pues eran años difíciles.
—En ese contexto de vida que llevaban sus padres, ¿cómo se desarrolla su infancia?
—En mi madre siempre vi el ejemplo de una mujer trabajadora. Para cuando yo nací mi madre por un duro hacía bordados para una tienda que había en la Carrera que se llamaba Mari Paz, y por la noche hacía puntas de festón a la luz del candil, ganaba un duro por metro de festón, y algunos extras como el ajuar de la novia del Marqués de Blancohermoso por lo que le daban 10 pesetas y de comer. Mientras tanto me dejaba en La Guardia al cuidado de mi abuela; todos los sábados mi madre iba caminando al pueblo a verme. Pero con lo que conseguían uno y otro no era suficiente para vivir, por ello mis padres decidieron abrir un negocio, una tienda de ultramarinos en el barrio de San Juan de la capital. Dicen que de chiquitilla yo era muy buena. Fui a la escuela, pero no me gustaba estudiar, me gustaba leer, sobretodo tebeos de hadas, también del Guerrero del Antifaz, de Roberto Alcázar y Pedrín, recuerdo que una vez que los leía los cambiaba por otros en la calle de los Coches. A los 9 años mi madre me apuntó a un taller de bordado, a mí me gustaba mucho bordar. Mi padre quería que yo fuera maestra, pero como no me gustaba estudiar, mi madre, viendo que me necesitaba para cuidar de mi hermana, y ayudar en la tienda, decía que lo que tenía que aprender era a “saber llevar la casa”, por lo que dejé la escuela a los 12 años.
—¿Y qué soñaba con ser de mayor?
—Realmente no pensaba ni me hacía ilusiones con nada. En el colegio mi maestra nos decía que las mujeres lo que teníamos que saber para el día de mañana era coser, fregar, eso es lo que te decían antes. Después, cuando trabajaba en la tienda veía a las vecinas con sus casas, cuidando de sus hijos, era lo normal; incluso lo de aguantar al marido, que unos eran mejores y otros peores y las mujeres a callar; pero había buena vecindad y a aquellas que sabíamos que le pegaban, aunque ellas no decían nada porque eso era una humillación, las ayudábamos entre todas. Hoy da pena ver que el maltrato a la mujer sigue existiendo, la cosa sigue estando muy difícil. Tendría que existir una distribución equilibrada del trabajo, del de la calle y del de mantener la casa, y un respeto, sin que ninguno abusara del otro. El divorcio es malo para todos, para la mujer y para el hombre, pero aguantar una situación de malos tratos es peor todavía. Y para muchos, la mujer y el trabajo de la casa no tienen valor.
—Usted tiene tres hijos y una hija, ¿la educación y el trato que les han dado ha sido diferente según el sexo?
—Tanto mi marido como yo hemos creído siempre que había que darles a todos por igual, y así hicimos, mis hijos tuvieron las mismas oportunidades para estudiar y hacer una carrera, cada uno de ellos decidió hacer lo que quiso. Les dimos la misma educación y es curioso ver como en cada uno destaca algo en especial: Ramón es muy formal, serio y responsable; Juan es muy noble y muy cariñoso, me dice que tiene miedo de lo que va a ser de él cuando yo me muera, que se quedará solo; Amparo es un geniecillo, pero la ves venir, además es quien más pendiente está de mí; Miguel Ángel es el chico, muy trabajador y cariñoso, y le gusta mucho la marcha.
—¿Cómo mantiene una casa y una familia como la que usted tiene en medio de la crisis económica en la que nos encontramos?
—Digo como decía Lola Flores “¡Cómo me las maravillaría yo!”, y me las averiguo con mucha dificultad. Los ahorros de nuestra vida, mi marido y yo los metimos en Forum, y lo hemos perdido todo, así que cuento con mi paga y la ayuda que mi padre me da de su paga, y hasta ahora la del sueldo de mi Miguel Ángel, ahora que se ha quedado parado no sé que va a pasar; a veces me da miedo porque es difícil llenar la nevera, intento encontrar dónde comprar a mejor precio. Me gusta ir al mercado, pero cada vez me cuesta más trabajo, me voy haciendo mayor y este barrio está mal comunicado por transporte público, hay tan solo un autobús que pasa cada media hora y tarda otra media en llegar al centro. Me da miedo mirar al futuro, no sé qué va a pasar si mi hijo no se coloca, cómo voy a poder llegar a final de mes.
—La observo y veo lo guapa que está a pesar de todo el trabajo que el día a día le da.
—Me gusta cuidarme mucho, echarme cremas y pintarme, a los míos les digo que el día que me muera que me echen a la caja la barra de labios y el lápiz de los ojos para en el otro mundo seguir pintándome, que no quiero estar allí con mala cara.
—Mari, ¿es usted feliz?
—No, en este tiempo echo de menos mucho a Ramón, mi marido. También a mi hija que ahora está fuera. Mi hijo mayor y mi nieto que los veo poco. Pero mi mayor pena es el futuro de mi hijo Juan. Ahora está bien, pero la atención que recibe de la Comunidad Terapéutica es algo temporal, los recursos para atender a personas con enfermedades mentales son muy buenos, pero muy escasos, y los familiares no sabemos ni podemos en muchas ocasiones atenderlos correctamente; yo quiero mucho a mi hijo. Mi sueño sería que mi Juan se pusiera bien, mis hijos tuvieran su trabajo y sus propias familias, y yo que Dios me conserve un poco la salud para disfrutar de la felicidad de los míos.