Feliz locura compartida en el coso de La Alameda

Nuria Fernández / Jaén
No hacen falta vuvuzelas en la final de un Mundial. El cuerpo lo pone todo: ganas, nervios, ánimos, emoción y adrenalina. En el coso de La Alameda se coció todo esto al sol desde una hora antes de que arrancara la gran final. Y la arena se tiñó de rojo, pero no de sangre, sino de la alegre locura del personal.

    12 jul 2010 / 10:23 H.

    Los toros y el fútbol son las aficiones más castizas, pero, salvo el hecho de que las tonadilleras se fijan en diestros y futbolistas a la hora de enamorarse y que un balón es un recurso excelente para “marear” a las vaquillas en las fiestas del pueblo, pocas veces las dos fiestas nacionales se funden en  una. Y cuando lo hacen, es para crear historia. Ayer, la mitad de los tendidos estuvo repleta y la plaza, “abarrotá”. Eso que no había pelotas de ningún tipo sobre el ruedo, sino una pantalla gigante que televisó algo tan o más histórico que la muerte de Paquirri.
    La arena se tiño de rojo, aunque no de sangre. No hubo vuvuzelas, pero los españoles de Jaén hicieron más ruido que los famosos instrumentos. Cambiaron su color morado por el roji-gualdo nacional. No se mezclaron porque —ya se ha demostrado—, no hay ideología que enturbie el discurso futbolero ni la celebración cuando un sentimiento es, inesperadamente o no, tan compartido como en los días de vino y goles que precedieron al de ayer.
    Ser español fue un orgullo para todos los que vieron o siguieron el partido desde el coso de La Alameda, tanto que “esa sí es una mujer española” pasó a ser el mejor piropo de la tarde de toros, antes de que España entera se fuera de borrachera, se bañara en las fuentes de la ciudad y se subiera a las alturas para que la emoción se oyera bien alto.
    Hasta los africanos estaban con España. La animaron desde los tendidos, donde niños y ancianos extendieron las banderas. Antes del partido, cuando sonaron las primeras notas de la “Marcha de Granaderos”, se vivió uno de los momentos más emocionantes —el himno holandés lo solaparon los silbidos y los abucheos del personal—, tanto como cuando la organización hizo sonar la muy torera “Que viva España”. Bien entrado el partido, la música no pudo con la concentración de los espectadores, que contenían la respiración en cada pase de España y saltaba de los asientos con todas las patadas que propinó Holanda. Hubo un momento de histeria cuando se interrumpió la emisión durante un par de minutos, el resto sólo fue alegre locura.
    En el coso se codearon adolescentes, importantes empresarios, familias enteras, concejales y reporteros, todos con la misma expresión ansiosa de gol. Réplicas del pulpo Paul se amarraron a los mástiles de algunas banderas, como para ver cómo se cumple su profecía. Los nervios se relajaban con un “yo soy español”. Sólo las grandes tragedias y el  fútbol consiguen esa comunión, aunque sea durante unas pocas semanas.