Ese mar quieto de olivos verdes
El mar quieto de olivos verdes, oscuro y tan intenso como el fragor del agua que domina el horizonte del más bravío océano, ese mar de vida que nos rodea con su imagen y su rumor siempre cambiante ofrece en estos días primeros del invierno su nueva y fragante cosecha entre el rumor de las cuadrillas de jornaleros que en él se afanan.
Los liños interminables de olivos eternos que se mecen en las colinas y los valles, esos árboles hermanos que flotan entre la tierra parda y las espumas blancas de las nubes que pasan al atardecer como olas que anuncian la fría noche, son la imagen inmutable que se agolpa ante nuestros ojos, esa imagen esculpida en el viento, que permanece acunando el breve descanso de las gentes del campo que sueñan en trabajar su tierra cuando el día clarea y levanta la gris y densa niebla que como gélido manto humedece la hierba y las aceitunas maduras, algunas ya caídas. De camino hacia el tajo cercano se escucha entre las secas carrascas el piar de los alegres pinzones que rompen los ecos de otros trinos perdidos a lo lejos de un barbecho. Cerca de la vereda que serpentea por la campiña revolotean los pájaros con sus cantos, y el rumor del agua blanca que fluye por el río Guadalquivir, perenne guardián de las colinas de tierra negra, acompaña el cálido crepitar de los leños que en la desierta soledad del humilde hato, perfuma la mañana con el vaho húmedo de las ramas verdes y las hojas mojadas, donde la cuadrilla se calienta y desentumece las manos antes de comenzar de nuevo a recoger. Así transcurren los días en tiempo de cosecha hasta el caer de la pronta atardecida ya en los días de enero cuando se detienen los sordos repiqueteos de las negras aceitunas cayendo en los suelos hechos por el rulo, con la hierba rala agostada a base de compuestos químicos, esos suelos que antaño mimaban las azadas y los viejos arados, para que al llegar la zafra pudiesen recibir en los ocres sudarios de lona el trabajo, el fruto y los cumplidos deseos de la brava gente que trabaja esta feraz tierra. Con la esperanza del futuro en la quietud de la mañana helada, un hombre de Jaén, contempla su tierra con los árboles rendidos como una legión de gigantes derrotados, despojados de todos los trofeos, desgajadas las ramas tiernas, mostrando los cogollos arrancados, tintos con sangre de aceitunas desparramadas por las camadas tras las huellas de las varas que amorosamente han golpeado los troncos centenarios para recoger el fruto de los campos, entre las brumas de invierno. Con el pensamiento entona el nuevo himno de su tierra mientras ve como su gente recoge un año más, un siglo, la eternidad hecha mañana y tiempo, toda la vida que recuerda en ellos con la fuerza de sus raíces más profundas, la fuente inagotable que mana en la colinas y vaguadas de su tierra.
Francisco Casas es escritor