Enseñanza, divino tesoro
En el pueblo de Begíjar, en Jaén, entre lomas y olivares, a pocos kilómetros de la Baeza machadiana, existe un Instituto de Educación Secundaria que me otorga cada día el placer inmenso de poder ejercer el noble oficio de la enseñanza. Entre olas y marejadas —rememorando a Celaya— no hay barco que vaya a la deriva sin un buen timonel, tal es el caso de quien gobierna esta “barca”.
A Rosario, “enarbolando” impecablemente “nuestra bandera”, y al sesudo e intachable equipo docente que cada jornada me hacen vanagloriarme de mi profesión, van dirigidas hoy mis palabras bajo forma de merecido homenaje aunque con pudorosa humildad —toda aquélla que me permita tener mi sentido de la gratitud y pleitesía hacia ellos y hacia ellas—. Ser maestro no es tarea fácil. Ésa que fue siempre figura de intrínsecos recuerdos, de respetable humanidad y referente de máximo “abolengo” para cada generación que se viera impregnada de cultura y valores, hoy las malas gestiones y el vago concepto que prolifera sobre nuestro trabajo coadyuvan a la sumisión en medio del dolor y el sentimiento de abandono. Pero también hoy, más que nunca, con el ánimo y el ánima cargados de esperanza, debo hacer partícipe al lector de lo que significa nuestro trabajo. Ser maestro implica tanto… tanto como simplemente saberse querido y respetado, no digo admirado porque eso, al fin y al cabo, carece de la menor importancia.
Gaspar Sánchez