En Jaén, donde resisto
Han venido para examinarnos pero yo también desconozco los criterios de su evaluación, si son los del mercado posmoderno, los que hicieron de la cultura exclusivamente otro negocio, los del cubismo herreriano o los de la geometría, cuya soberbia simétrica le prestó el punto al lenguaje para que también significase silencio.
Aunque el expediente para que nuestra Catedral sea reconocida por la Unesco “Patrimonio de la Humanidad” ha sido corregido y aumentado, igual lo echa abajo el estado en que se halla el Casco Viejo de nuestra ciudad, bandeja partida del arca, espejo roto donde se objetiva la desidia con que a Jaén la tratan sus vecinos, cada día más solos por no plantarle cara a la serpiente de su paraíso, nuestra propia bajeza ciudadana.
En Jaén hay gente a la que nuestros barrios altos le dan hasta canguelo. A otra mucha le parecen fascinantes: las enfermedades del progreso, sus ruinas, agrandan lo bello hasta presentarlo como el espectáculo más puro. Pero ponerse interior o decadente sería abrazar sin querer al pensamiento reaccionario. Sí: huele mal que el neoliberalismo socialdemócrata, tan proclive a los museos y academias, apenas si haya querido ver los centros históricos de las ciudades como algo más que yacimientos turísticos. No: porque la cultura no es solo ocio —es trabajo gustoso— ni tampoco simplemente negocio —antónimo del ocio—, cuidado con el esnobismo kitsch de quienes venden la ociosidad como la cultura menos laboriosa pero más productiva.
La Catedral, sí, pero medio antes que fin, para tener esperanza en el pretérito, como el retablo de su fachada, cuya belleza imitaría la del entorno que la vio levantarse. Y para sentir nostalgia del porvenir, igual que su planta, que se imaginó como un proyecto de siglos porque quería anticipar otros presentes además del suyo. Metámonos en el laberinto de hoy religando nuestra Catedral con las vidas de los vecinos del viejo Jaén. Lo demanda la regeneración civil que tantos tenemos pendiente. En especial, la de esos gestores del Estado que hacen obras de caridad entre las élites oligárquicas que solo especulan pro domo sua. No: la piedad política han de moverla los objetivos que señalen las carencias sociales de la población, presa ya de un resentimiento brutal: no perdonarle a nadie su propia insignificancia.
Juan M. Molina Damiani es escritor