El sexo de los ángeles

Hadewijch. Imaginen una consonante, una vocal, una consonante, una vocal, una consonante, otra consonante, 0.1.0.1.0.1.0. Como una sucesión de dígitos binarios en Informática, lógica e inteligible únicamente para su cabeza creadora, así es Hadewijch. Una película del laureado Dumont sobre la incurable, inexplicable, irrisoria y masoquista necesidad de una adolescente de creer, pese a todo y pese a sí misma, en una fuerza supraterrenal.

    23 sep 2009 / 15:03 H.

    Un dios, “ausente y presente”, “visible e invisible”, que, cristiano o islámico, es negación del yo, dolor, flagelación e inmolación.  Con la fe o la ausencia de ella como eje, el autor de L’Humanité (1999) y Flanders (2006) llega a San Sebastián con un nuevo y pretencioso intento por escrutar los insondables terrenos del alma. Pero, en esta ocasión, el fórceps con el que pretende sacar a la luz la verdad del hombre para encontrarle sentido a la realidad se le rompe en las manos y el resultado es funesto, soporífero, inaguantable. Hadewijch es la historia de una obsesión inverosímil, narrada con una lentitud visual que enerva. Es eterna hasta bostezar. A medio camino entre Santa Teresa de Jesús y la Lolita de Nabokov, la protagonista de Hadewijch vive sin vivir en ella, “enamorada del misterio” del amor de dios y martirizada por su “ausencia”.  El francés consigue demostrar, que, cuando el fervor es ciego, la relación del hombre con el mundo se radicaliza y, sin lucidez, no hay diferencias que valgan entre un fanático cristiano, judío o musulmán. La película es una invitación a que el público reflexione, pero peca, como el Principio de incertidumbre, de Manoel de Oliveira, de maniquea y reduccionista, y no deja de ser un diálogo tan ridículo como el intento de dilucidar el sexo de los ángeles. Su atrevimiento siempre es loable. El problema es que cuando uno salta sin red y con semejante soberbia se puede abrir la crisma y Hadewijch lo hace. Por Nuria López Priego