El señor de la risa
Conocí a Santi Rodríguez en un día en el que el molino de Serafín, en Valdepeñas de Jaén, hizo girar sus engranajes en un rito prodigioso que, con la simple fuerza del agua, hace trepidar toda su maquinaria harinera. El molino tiene sus raíces en la Edad Media por lo que se siente allí aquella sabiduría sin apenas artificio que consigue transformar la naturaleza con la propia naturaleza: el trigo hecho harina entre el estrépito primario del agua.
En el molino de Santa Ana, se reunió la Peña del Dornillo, y entre Manolo el Sereno, Michael Jacobs y Juan Infante nos hicieron a Santi Rodríguez y a mí dignatarios de su santo reino de esclavinas rojas, pipirrana y aceite picual. Después, Santi mostró un talante que recordaba al de aquellas personas de la Peña que parecen tener un pacto de fidelidad con la naturaleza y de soberanía consigo mismos. Con un humor avispado, que utiliza mucha capacidad de asociación y poca sal gorda, Santi Rodríguez se adueñó de Valdepeñas, como quien funda una realidad aparte hecha con una materia que brilla en el aire y que no tiene peso.
Casi había olvidado a Santi hasta que el otro día me llegaron noticias de él que lo presentaban con una cara que nada tiene que ver con la que recordaba en el molino de Serafín. Aquel hombre de incisiva bondad era ahora un “criptofascista” y recibía terminantes mensajes en twitter que hablaban de buscarlo en su domicilio para degollarlo. Lo que media entre esos dos momentos es el matonismo virtual, la desinformación y la canalla impudicia del anonimato que aparece de vez en cuando en el ciberespacio.
En las redes sociales, se habla con desparpajo de “amigos” o “seguidores” y se va formando un tejido de comunicación casi siempre eficaz con personas con las que no se hubiera tenido contacto alguno en la cercanía de lo cotidiano. La extensión es la grandeza de Internet, pero ahí reside también su miseria. No se puede esperar que en el océano no aparezcan manchas de chapapote. Y a Santi Rodríguez le ha rozado uno de esos grumos de alquitrán que te ensucian unos segundos antes de que se lo lleven las olas.
No hay mucho más sino que, ente caso, aparecen síntomas de cómo en las brumas de la Red se cobijan gentes que quieren crear una sociedad paralela, un país cuya existencia solo está en su deseo. Me refiero tanto a los que han insultado como a los que han defendido al cómico utilizando su condición de católico confeso. Leyendo los twitters de ambas partes se diría que estuviéramos otra vez en tierras de Caín. Otra vez aquel guerracivilismo que llegó a convertir el simple hecho de tener o no creencias religiosas en un doble paredón de fusilamiento. Son palabras mayores salidas de cerebros menores. Palabras dichas con antifaz o en la lejanía cobarde de lo que es insostenible en el cara a cara de la realidad. Ni siquiera los que dicen defenderlo pueden enturbiar a aquel hombre de noble jovialidad que, en el molino de Serafín, fue coronado rey del aceite y de la risa por ese emperador de los sentimientos que se llama Manolo el Sereno.
Salvador Compán es escritor