El sacrificio de una jornada para un año de carne

Texto: Diana Sánchez Perabá / Fotografías: José Luis Pantoja y Juan Antonio Cabrera
De sus andares, el sabroso jamón; de sus entrañas, deliciosos chorizos; de su grasa, dulces mantecados; de su sangre, gustosa morcilla. A pesar de que no son los animales más bellos o más limpios  del reino, está claro que su belleza —o su buen gusto— está en su interior. Por eso, antes de que los vegetarianos estilaran su modo de comer y las leyes sanitarias restringieran la cría de animales, eran muchas las familias que, al menos una vez al año, se reunían para celebrar una fiesta: la matanza del cerdo. Puede sonar cruel, incluso desagradable, pero se trata de una tradición centenaria y arraigada que, en realidad, se asocia a una convivencia agradable entre familiares y amigos. Unos días de unión en los que se trabaja con un mismo fin: extraer todo el jugo al gorrino para degustarlo durante todo el año. La matanza es el día D y la hora H, pero, antes, los implicados son cómplices de todo un ritual de prolegómenos tan importantes como los días posteriores al sacrificio del porcino.

    18 nov 2012 / 10:39 H.

    En Jaén son testimoniales las familias que aún continúan esta tradición de la que no solo disfrutarán del trabajo en comunidad, sino que tendrán abastecimiento cárnico para todo un año en todas las variantes que da de sí el animal. Clanes de las sierras de Segura o Mágina; el sur o el oeste de la provincia se ponen en contacto, estos días, para organizarse, disponer al cerdo y fijar una fecha para la gran reunión. Atados con la fuerza de la costumbre, algunos jóvenes mantienen viva la tradición, que, a pesar de todo, se apaga en gran parte de Jaén, ya que la mayoría prefiere comprar los productos directamente de la tienda y así evitar el trabajo que conlleva la matanza. Atrás quedan las escenas que todavía recuerda Rosa Fernández Sánchez, del paraje Fuente Pinilla, quien asegura que, hace unos veinte años, su padre dormía en la cuadra con la cerda después de parir. “En ese momento, la cochina se volvía muy violenta y podía comerse a sus propias crías. También corrían el riesgo de que se echara encima de ellas y las reventara”. Una costumbre tan arraigada en la que el propietario se involucraba al máximo con los animales.
    En la casa de la familia Gil, de Lopera, el matrimonio formado por Pedro Gil y Josefa Lara hace sus últimas visitas a su cerda, que ya ha alcanzado los 180 kilogramos. “Como vivimos a unos doscientos metros del pueblo, tenemos una granja con animales. Por eso podemos matar el cerdo que hemos criado nosotros”, explica Josefa Lara. Y es que no todo el mundo comienza el proceso de la matanza desde el principio, es decir, en la alimentación del cochino para que alcance el peso suficiente del que se pueda extraer su mejor carne. “Tenemos el permiso de la Junta de Andalucía con el que podemos criar hasta cinco animales para consumo propio”, asegura Josefa Lara, quien indica que alimentan a los cerdos con maíz y trigo molido.
    Dice el refranero que a cada cerdo le llega su San Martín, de ahí que el día de este santo, el 11 de noviembre, se marque en el calendario para la cita mortal del gorrino. De abuelos a padres y de madres a hijas, todos aprenden y se pasan el testigo para transformar artesanalmente el chochino en chuletas, cortezas, tocino y las tripas de embutido. “El más grande de los nietos, que tiene 17 años, disfruta mucho con la matanza, en el campo en general”, afirma Rosa Fernández Sánchez, de Fuente Pinilla. “Participan mi hija, mi tía, amigos... Todos colaboran y se lo pasan muy bien, las más jóvenes son mi nuera, que tiene 20 años, y mi hija, de 27. Incluso, mi nieta de 13 años ayuda a atar los chorizos”, indica la loperana Josefa Lara. A la hora de asignar tareas, cada miembro del clan tiene una misión. Sin embargo, hay tareas en las que todos tienen la oportunidad de colaborar y aportar su granito de arena. Es el caso de la preparación de las cebollas y los ajos que se utilizarán para las morcillas y los chorizos, así como los aliños necesarios para su elaboración. “Ahora nos toca pelar y picar las cebollas que, al escurrirlas, pasarán de los cien kilos que tenemos a unos veinte”, dice Josefa Lara.
    El día de la matanza, los dueños del cerdo lo cogen y lo llevan atado del morro. Entre este grupo de hombres se encuentra el matarife. Pieza fundamental en este ritual que dará el navajazo mortal en el cuello del porcino y que, como si de una exagerada escena de Tarantino se tratara, provocará el derrame a borbotones de la sangre. A partir de este momento, los presentes serán testigos de un concierto especial de gritos porcinos de agonía tan agudos y potentes que se pueden escuchar a varios metros del lugar de los hechos. “Siempre recuerdo ese ruido tan fuerte del marrano cuando lo matan”, dicen quienes presenciaron el fatal desenlace del animal.
    Mientras los hombres sujetan el botín en sus últimos segundos de vida, las mujeres se arrodillan ante él para remover, en un cubo, la sangre caliente que brota. “Hay que moverla muy rápido y sin parar para que no se cuaje ni se enfríe, luego la dejamos cerca de la lumbre. Después, nos servirá para hacer la morcilla”, indica la valdepeñera Aurora Torres Torres.
    Una vez que se drena la sangre del cerdo, los hombres continuan con el siguiente paso: el pelado por medio de agua caliente y una cuchilla especial que dejará al porcino en cueros, o lo que es lo mismo, en tocino. Después de pesar el cuerpo inerte y desangrado, se cuelga desde las patas traseras dispuesto para abrirlo en canal y extraerle las entrañas. Y es que las vísceras serán la materia prima esencial para uno de los productos estrella: el chorizo. Lejos de parecer una película de Jack, el destripador, se pasa a descuartizar en trozos al cochino. De ahí se obtendrán los preciados tesoros cárnicos entre los que saldrán los más codiciados: los jamones y las paletillas. Piezas que tienen un destino especial: el cuarto oscuro o el secadero y que formarán parte de un proceso de elaboración más dilatado, pero que dará como resultado el rico embutido, al que a muy pocos desagrada.
    En las casas jiennenses que aún respetan la matanza destacan el valor del ese día, que es algo más que “echar un día de campo con la familia”. “Es una forma, de juntarnos los veintitrés miembros de la familia, a los que se suman otros invitados, de manera que podemos llegar a estar hasta cuarenta personas. Y aunque todos trabajamos durante esas jornadas, también disfrutamos mucho”, subraya Rosa Fernández, que indica que sus mejores recuerdos de la infancia se remontan a esos días en el cortijo de sus padres y jugando con sus hermanos y primos.
    Ya en casa y descuartizado  el cerdo, sus carnes llegan a las manos de las mujeres, quienes las pasan por la máquina picadora y luego por la que embute las tripas. “Es una labor muy trabajosa y muy sucia, pues hay que limpiar los intestinos para sacar las tripas, que nos servirán para embutir los chorizos y el salchichón”, explica Fernández Sánchez. En la actualidad, también compran los mazos, que son tripas artificiales más fuertes y que sirven para hacer la morcilla blanca y la negra.

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