El pescador de aire
Job, el santo, pasa de ser un ganadero rico y respetado a padecer la sarna, la ceguera, el ataque de sus enemigos, la calumnia, la muerte de sus hijos y su ganado, y el repudio y huida de su mujer. Job, el abandonado, es ante todo inocente, y no se merece en absoluto este aluvión de males que le cae encima sin ningún motivo que tenga congruencia, a no ser que la tenga la ocurrencia infantil del demonio de someterlo, con la aprobación de Dios, a una prueba de fe.
Traigo aquí a Job porque estamos padeciendo un síndrome parecido al del personaje bíblico. Éramos, o nos creíamos, el primer Job y ahora somos el segundo. Éramos un pueblo próspero, de bolsillo suelto y de felicidad fácil, como ese rico ganadero querido por su mujer y sus diez hijos y respetado por sus muchos criados; celebrábamos, sin saltarnos un día, la fiesta del consumo; acabábamos de entrar en el G-20 y el amo del mundo ya no nos consideraba tan insignificantes como para no cogernos el teléfono. Pero, sobre todo, éramos y somos inocentes. Nuestra culpa era ninguna; si acaso, como Job, estábamos tan ajenos al mal que ni imaginábamos que la crueldad habitara en los cielos y pudiera cebarse con nosotros.
Y de pronto, con esa gratuidad de lo que ni siquiera se comprende, tenemos sarna, los excrementos de las palomas nos ciegan, somos una economía pig y nos repudian los vecinos. De pronto, la enfermedad del euro, el copago, los despidos, el crecimiento cero, el peaje en las autovías, los médicos de familia ejerciendo como especialistas, los vecinos de Santisteban manifestándose para que los inmigrantes no se lleven fuera los jornales. De pronto, se volatizan empresas y salarios y festivales y actos culturales, y se expulsa a las familias de sus propias casas.
De pronto, parece que se clausura la vida y, como Job, tenemos que preguntarnos qué hemos hecho sino ser crédulos y confiados, sin darnos cuenta de que la pregunta contiene la respuesta, porque lo que hemos hecho precisamente es ser crédulos y confiados, dejar a su aire a los especuladores financieros, pensar que el capitalismo se autorregula o tenga una ética distinta a la del enriquecimiento propio a costa de la miseria ajena. Con este panorama Juan Carlos Contreras, el excelente humorista de Diario JAEN, ha podido hacer en su viñeta del día 25 una metáfora de un Job jiennense que se sienta a pescar en el mirador de Santa Catalina echando su aparejo al vacío del cielo. Este pescador de aire de Contreras bien podría ser paradigma de nuestra ingenuidad inútil o de la esterilidad de nuestra paciencia, mientras dejamos que los inversores nos saqueen la casa.
Al final, a Job lo redimió Dios, pero aquí nuestro Dios son los mercados y parece urgente desterrarlos de sus templos de Wall Street o de la City londinense y ponerlos a trabajar en hornacinas donde podamos vigilarles muy de cerca las manos de tahúr.
Salvador Compán es escritor