El paraíso en la otra huerta
En ocasiones el esplendor arquitectónico de Úbeda oscurece el resto de su patrimonio, quizás más antiguo e igual de importante. Uno sale a pasear por la Ronda Sur, mientras las primeras luces del día se cuelan entre las nubes dispersas coloreando de azules los contornos de las sierras. Uno se desayuna el paisaje tibio mezclado con el vaho del amanecer. El relente se pega a las orejas y el silencio se va llenando de ladridos lejanos, del motor de algunos coches y de las primeras voces de los hortelanos.
Como en una sinfonía humilde y única, cada mañana el mundo se reinventa a sí mismo en las manos que cavan y riegan. Uno se siente parte del mundo sintiéndose fruto de la tierra. Esa tierra de la que venimos es la tierra de la que vivimos, el milagro que convierte la tierra en alimento es el mismo que transforma la cruda realidad en el paraíso comestible de la huerta. El escritor que más sabe de huertas convertidas en paraísos terrenales es Antonio Muñoz Molina. Uno de sus libros se titula precisamente “La Huerta del Edén”. En él dice, por ejemplo, que el paraíso terrenal es una huerta en medio de una vega, que “en cada uno de nosotros hay como un instinto de disidencia y de felicidad que se nos despierta en cuanto vemos una umbría con una casa blanca, con tierra labrada y árboles frutales, una huerta en medio de una llanura: parece que lo que está describiendo el Génesis es la vega de Granada o la mancha de intenso verde de las huertas que bajan hacia el valle del Guadalquivir por la ladera de la loma de Úbeda”. Para todos los que somos de una misma generación, el paraíso está en la tierra y en la infancia. De niños estamos mucho más pegados a la verdad del suelo y a medida que crecemos, el tronco que nos sostiene asciende hacia el cielo de los intereses, hacia el paraíso de los sueños. Sin embargo, aunque nuestras ramas ansíen alcanzar las nubes, nunca acabamos de separarnos completamente del suelo, nos queda la minúscula raíz que nos une a él y que al mismo tiempo, aunque no nos demos cuenta, nos mantiene vivos. En momentos de desesperanza como los que vivimos es conveniente regresar al Paraíso, es urgente llamar a la conciencia de los ubetenses para que valoremos las huertas como parte esencial de nuestro patrimonio, valorarlas como un bien cultural y social de primer nivel, un tesoro que hay que proteger, sencillamente porque en ella crece cada día lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos. Cuántos de nosotros cambiaríamos el mejor de los nirvanas celestiales por el edén terrenal de la huerta. En ella, en la tierra que la sustenta y en los productos que la explican, se encierra la razón de la vida. Luis Foronda es funcionario