El honor de las mentiras
En un encuentro con escolares, a los que leo un capítulo del libro que acabo de concluir, respondo a preguntar difíciles porque casi todas son imprevistas. “¿Por qué escribe?, interroga un chaval con pinta de invertir demasiado tiempo en juegos electrónicos.
De inmediato, sin que se note la incertidumbre, saco una respuesta como el mago al que se le cae una carta al suelo: “Por placer”, y luego continuo con un tono que pretende ser simpático: “Me gusta escribir, disfruto escribiendo, pero también sufro para completar capítulos como el leído”. Tiene cinco folios o seis folios, unos diez mil caracteres, pero hasta considerarlo definitivo necesité escribir unos quince y repasarlo cuatro o cinco veces. En ese aspecto, asumo la consigna que Picasso se aplicaba porque sirve para toda clase de tareas: “trabajar, trabajar y trabajar”. A un andaluz tan andaluz como el malagueño le gustaba su trabajo, pero seguro que algún lector levantará la mano para protestar porque le desagrada el suyo, aunque cumple con su obligación porque no tiene otra alternativa. Hay que comprenderlo. En mi caso, tardé bastantes años en lograr que la vocación literaria fuera una tarea profesional, tuve que realizar trabajos que incomodaban mi espíritu, pero jamás me aparté de un dicho popular casi siempre verídico: el que lo sigue, lo consigue. En el interrogatorio escolar, solo sorteo a conciencia una pregunta: “¿Cuánto se gana?”. El muchacho, situado en la última fila, que suele ser el lugar elegido por los sabihondos para hacerse notar, será de los que elijan su porvenir comparando las tablas salariales de las distintas profesiones. No me arrepiento de haberle contestado con un simple “mucho”. Sin embargo, le habría favorecido razones sobre la felicidad con el trabajo, haberle insistido en que cuando escribo siento el placer de hacerlo y lo refuerzo intuyendo el que proporcionó a los lectores de lo escrito. La última pregunta que recojo, creo que fue la más interesante. La planteó una jovencita sentada en el suelo, con la melena rubia recogida con una goma de colores y una faldita plisada como la que llevan las niñas de los colegios de pago: “¿Un escritor tiene que mentir mucho?”. Tardé en contestar un tiempo parecido al que utilizo para escribir la respuesta: “Se miente lo que se puede, que según Borges es bastante”. Sin las mentiras desaparecería la magia literaria, quedaría un realismo con más falsedades que los argumentos sobre la Reforma Laboral de Fátima Báñez. De muestra, este artículo: No he tenido ningún encuentro con escolares, no acabo de concluir un libro, ni se me ocurría hablarles sobre los placeres del trabajo cuando ellos tendrán imposible encontrarlo si no se reparte. Les habría dicho que escribir es un desahogo y un medio para combatir la dictadura de los mercados.
J. J. Fernández Trevijano es periodista