El fracaso
Uno es simplemente un currante que lleva trabajando en la enseñanza no universitaria desde 1980, aunque durante cuatro cursos, entre 1988 y 1992, anduviera asalariado fuera de las aulas perpetrando la LOGSE —posiblemente, ya dirá la sentencia del tiempo, el mérito más compacto de mi ridiculum mortis.
Desde entonces acá, ya saben: sucesivas leyes orgánicas de educación: ninguna capaz de atenuar el fracaso ni el abandono escolares y con un denominador común igualmente patético, a saber: todavía no disponemos los enseñantes de un modelo didáctico estricto que repare en que lo que inaplazablemente precisa el alumnado de secundaria obligatoria es aprender a escuchar, hablar, leer y escribir. Igual que no pocos ciudadanos y ciudadanas de nuestras queridas Españas. A lo largo de la historia, los sistemas de enseñanza han legitimado la división del trabajo, el orden derivado de las sociedades estructuradas en clases e incluso la pervivencia biológica de las castas dominantes. Aunque la LOGSE alteraría estas viejas funciones ideológicas al disponer la escolarización obligatoria de los chavales hasta los dieciséis años y equilibrar una institución que ya no se decantaría mecánicamente en favor de los vástagos de las clases pudientes, lo cierto es que la “Ley Maravall” seguiría tolerando las didácticas transmisivas. Aun así, los noventa sacaron a las proles de las familias menos acomodadas de los trabajos manuales y las condujeron hasta los campus universitarios. Acelerada la economía del país, la gente se distrajo entonces de los constructos cuna, riqueza y poder, atrapada con los de aptitud, vocación y capacidad. Así creíamos que estábamos cuando otra nueva ley escolar amenaza con regresarnos al pretérito, mas sin dar cumplida cuenta de cómo atajará la tasa de fracaso escolar que afecta a un tercio de los jóvenes entre 16 y 24 años, una bolsa de población carente del título de ESO que encierra un alto riesgo para la estabilidad del país por cuanto su analfabetismo democrático podría favorecer la irrupción de algún nuevo salvapatrias. Urge un pacto educativo estatal que además de permitirnos a quienes trabajamos en la enseñanza, usuarios incluidos, intervenir para mejorar su funcionamiento, defienda un modelo que priorice la educación a la instrucción, a ver si así mejoramos todos nuestras competencias sociales. La inaplazable regeneración civil del país, en estado de coma no sólo educativo, lo demanda.
Juan M. Molina Damiani es escritor