El fantasma de la inutilidad
Así titula Richard Sennet un apartado de su libro La cultura del nuevo capitalismo. Se refiere Sennet, con matizaciones, a los efectos producidos en la sociedad occidental por la oferta de trabajo global, la automatización y la gestión del envejecimiento.
Escribí en una columna anterior cómo las empresas tiran a la basura los millones de euros invertidos por las instituciones en la formación de los trabajadores, situando las plantas en países donde la mano de obra es más barata. A mayor formación mayor es el sentimiento de inutilidad. Si, además, la persona está en una edad mediana, con una hipoteca a la que no llegan, en el mejor de los casos, los 426 euros de paro vitalicio y, para más ofensa, sólo posee, digamos, quince años de cotización, la inutilidad se vuelve una patología difícil de curar. Las familias españolas invertimos una cantidad más que sustancial en nuestros hijos con la esperanza de que adquieran la mejor formación, consigan una beca para el extranjero y vuelvan sólo por Navidad. Para la empresa, la cuestión no es sólo estar bien preparados, sino obedecer mejor, no cuestionar las directrices y ser rentable. Es más, la preparación se ha convertido en un lastre. Molina Damiani me decía una vez que “cada vez tenemos más currículum y menos vitae”. El currículum nos ha devorado la vida. A medida que aquél va creciendo, adquirimos una deformación díscola que no encaja con el nuevo espíritu de un progreso que exige cualificación asociada a docilidad, a parte de que la innovación se propaga a la misma velocidad que los EREs y a cien mil años luz de nuestro talento. Cuando los ordenadores dejen de procesar bits y lo hagan con un sistema de computación cuántica (los qubit; en lo que se está ya trabajando), la inutilidad será un rasgo objetivo de la post-post-modernidad, o como quiera que la llamemos. Pero la inutilidad, dice Sennet, lleva a la dependencia. Si el sistema de subsidios fuera una repartición de la riqueza, aunque no equitativa, casi estaríamos dispuestos a conformarnos. Pero no es así. El derecho a las ayudas por desempleo se irá reduciendo, porque el crecimiento del capital tiende a la privatización del Estado (en la comunidad valenciana y en Madrid se regala suelo público para la creación de centros educativos privados, a los que, además, se les inyecta dinero líquido). De momento, los ciudadanos que tenemos menos futuro que Camps en cualesquiera de los campos público y privado (o sea, no damos la talla ni para un traje) tendremos que seguir viviendo en la deriva, confiando aún más en nuestro esfuerzo diario por sobrevivir y desternillarnos de la risa cuando oigamos hablar a esos fantasmas del progreso y el bienestar.
Guillermo Fernández Rojano es escritor