El exquisito sonido del silencio entre majestuosas paredes de Despeñaperros
Texto: Diana Sánchez Perabá / Fotografías: Justi Muñoz
Un profesor de Música dijo una vez que el órgano tiene más colores, más timbres, es más perceptivo y su variedad sonora es más infinita que la del piano. Alfonso Guillamón, docente del Conservatorio de Música de Lorca (Murcia) describía, sin querer, uno de los famosos paisajes del Parque Natural de Despeñaperros en Jaén.
Un profesor de Música dijo una vez que el órgano tiene más colores, más timbres, es más perceptivo y su variedad sonora es más infinita que la del piano. Alfonso Guillamón, docente del Conservatorio de Música de Lorca (Murcia) describía, sin querer, uno de los famosos paisajes del Parque Natural de Despeñaperros en Jaén.
El paraje de los Órganos, declarado Monumento Natural, no solo es cómplice de la imagen que deleita la vista con sus traviesas formaciones que llegan a engañar al ojo humano para configurar una caprichosa sucesión de tubos, a partir de cuarcita, como si quisiera descubrir las entrañas de un órgano, sino pieza del instrumento musical que también se deja notar en el interior de este pequeño parque, de 7.649 hectáreas, en el que, una vez atrapado por los escarpados paisajes, el oído se hace más susceptible para percibir el silencio que susurra y que, desde las propias válvulas del órgano tallado en la roca, deja salir el viento en una infinita variedad sonora.
De pequeñas dimensiones, en las que su belleza y espectacularidad semiocultas se valoran como el perfume más atrevido de Jean Baptiste Grenouille, Despeñaperros también tiene una cara oscura en la que se vierte el más maléfico de los venenos. De ahí el origen de un nombre heredado del odio y de los horrores de la guerra. Porque los “perros” son aquellos árabes que, tras la famosa Batalla de las Navas de Tolosa, fueron precipitados por el barranco. Una brecha imperiosa que más de un viajero, en coche, autobús o tren —los más románticos—, ha podido entrever en su camino.
Tierra de paso, de tránsito, de ir y de venir, que atraviesa un desfiladero excavado por el río Despeñaperros situado en el municipio de Santa Elena, al norte de la provincia de Jaén. Estampas que dejan paredes abruptas, como el Salto del Fraile o las Correderas, con desniveles de más de quinientos metros de altura y cuya orografía fue muy utilizada por el hombre a lo largo de la historia, al ser paso natural de Sierra Morena y punto de conexión principal entre Andalucía y el resto de España. De ahí que este jardín haya sido el recibimiento de los castellanos que entran a Andalucía y la despedida de muchos sureños con dirección hacia el norte. Así, cuales espinas dorsales, por Despeñaperros han pasado importantes vías de comunicación tanto por carretera, (la autovía radial A-4), como por ferrocarril. De hecho, el acceso ferroviario llegó a ser el más importante para la región andaluza (a excepción de la línea Mérida–Sevilla) hasta 1992, con la construcción de la línea de alta velocidad Puertollano–Córdoba.
Declarado, en 1989, parque natural, Despeñaperros es el hábitat de especies animales tan apreciadas como el lince ibérico, que llegó a convivir con total libertad con el lobo, así como pequeños carnívoros como el zorro, el meloncillo y el gato montés. Sin duda, son los reyes del aire los que custodian este grandioso paraje. Rapaces tan nobles como las águilas real e imperial o el buitre leonado casi no baten sus enormes alas para dejarse llevar por esas ráfagas de ventoleras. Soplos de viento que apenas cuentan con grandes paredes que los corten, ya que su orografía se suaviza con ondulaciones, amplias lomas no muy elevadas y cimas horizontales, aunque con valles encajados con crestas cuarcitas. Así como el color es predominante en el sonido de un órgano, la roca se convierte en un lienzo en el que, más allá de los dibujos prehistóricos que aún perduran bajo los abrigos de zonas como la Cueva de los Muñecos, los líquenes se superponen para conformar creaciones abstractas. Como todo jardín, la riqueza de su flora es espectacular en variedades únicas y, sobre todo, por la fragancia de sus matorrales —muy parecidos a los de su vecina Sierra Morena— como madroños, brezos, jaras, mirtos y coscojas. Los árboles que definen el bosque mediterráneo son las encinas, los alcornoques, los quejigos y algunos rebollos.
Entre los senderos que antaño fueron calzadas romanas, rutas estratégicas de bandoleros despiadados, caminos que llevaban hacia asentamientos íberos o trochas que conducían a los colonos agricultores franceses, alemanes y flamencos que, en 1767, comenzaron a asentarse en los parajes de Sierra Morena, bajo el plan de las Nuevas Poblaciones de Carlos III, ahora guían a grupos de turistas, seguidores de la recolección de hongos o, simplemente amantes de la naturaleza.
Una cajita de música que si se abre deja entrever todo un mundo de sonidos, colores y aromas que giran en torno el eje de una bailarina convertida en una serpenteante carretera.
Más información en la edición impresa