El espíritu de las procesiones
Tiempo de incienso, trompetas y claveles. Días de cultos, velas y rosarios. Semana Santa bendita que, año tras año, vuelve para recordarnos, como si lo hubiéramos olvidado, la hazaña protagonizada por cierto nazareno llamado Jesús. Cuestión ésta que conlleva, implícitamente, una rica y abundante variedad de posicionamientos al respecto.
Cierto que hay, hubo y habrá, quien considere esta escenificación de su pasión, muerte y resurrección, como algo absurdo, irrisorio o grotesco. Cierto también que hay que armarse de suma paciencia para soportar, a duras penas, unos más que otros, las incomodidades propias del bullicio, los apretujamientos y los atascos. Y, cierto, también, e inevitable, el llegar a casa con el consabido dolor de pies y cansancio en el cuerpo, que nos sugiere la idea de que la tarde siguiente la emplearemos en el descanso merecido, y que el resto de procesiones harán Estación de Penitencia, sin nuestra presencia. Pero, nada más lejos de la realidad, ya que volveremos, una y otra vez, a encontrarnos en nuestras calles, buscando, con paraguas en mano, el itinerario en cuestión. No obstante, todas nuestras penurias en esta Semana de Pasión habrán merecido la pena si, finalmente, en una estrecha calle, y ante el Cristo injustamente torturado y deshonrado, y mecido despacito por los sones de trompetas, consigues tus veinte segundos de infinito recogimiento y unión. Entonces es cuando una ilimitada y desconcertante insignificancia inunda todo tu ser y consigue dar otra perspectiva a la vida.
Manuela Ruiz es abogada