El duro camino del "ciudadano Anguita"
Javier Anguita no tiene un recuerdo claro de cuándo fue su primera vez. No se acuerda de cómo entró en el sórdido mundo de las drogas y, a la vez, en una espiral de autodestrucción que lo condujo hasta la cárcel. “Lo arrasa todo”. Sí sabe que empezó a “tontear” con los porros cuando aún era menor de edad en la plazoleta de Peñamefécit, el barrio en el que se crió y en el que se juntaba con la pandilla para volcar algún que otro “litro”. No conserva ninguna de aquellas compañías adolescentes, de aquellas amistades peligrosas. También es consciente de que ese cigarro de marihuana le llevó a un camino de sufrimiento para él y su familia, del que ahora lucha por salir. Tras ese primer porro, vinieron más. Y, después, rayas de cocaína en noches de fiesta sin fin. Y desfases hasta perder el control.

Con veintipocos años, Javier Anguita estaba “enganchado” hasta las trancas. Rememora sus “trapicheos” en Antonio Díaz, en El Cerro de Linares o en la barriada granadina de Almanjáyar. “Me gastaba el sueldo y todo lo que pillaba por ahí”, explica ahora, cuando lleva “limpio” más de seis años y es consciente de todo lo que hizo llorar a sus seres queridos, sus padres y sus hermanos.
Aquello fue el principio del fin para Javier. Su drogadicción se agravó justo después de divorciarse de su primera mujer. Fue entonces cuando encontró una pareja, mayor que él, que le proporcionaba todo el dinero necesario para que pudiera seguir consumiendo. Y llegó el día en que cambió su vida para siempre: “El 27 de septiembre de 2007”, recalca, con la mirada perdida. “Lo que me pasó es que pillé a mi novia con otro hombre y perdí la cabeza con insultos y golpes en su coche”.
Lo que vino después fue una condena de seis meses de cárcel por un delito de amenazas. Su abogado consiguió suspender ese castigo. A cambio, tendría que someterse a un tratamiento de desintoxicación durante dos años. Javier Anguita ya había empezado una nueva vida en Proyecto Hombre antes, incluso, de la sentencia. Llevaba quince meses con terapias, cuando lo enviaron a Córdoba. Allí conoció a Ana María Lechuga, la que hoy es su esposa y con la que tiene dos hijos mellizos, Javier y Triana, de poco más de dos años.
Sin embargo, antes de rehacer su vida junto a esa mujer y formar una familia, Javier Anguita fue expulsado del centro de drogodependientes de Córdoba. “Me equivoqué”, reconoce hoy sin ambages. Y es que Proyecto Hombre informó a la juez que lo condenó de que había abandonado el tratamiento, por lo que la magistrada revocó la suspensión del castigo y dictó una orden de prisión. Casi seis años y medio después de unos hechos que Javier Anguita tenía casi olvidados, tuvo que entrar en la cárcel para cumplir una condena de seis meses.
Fue el pasado 24 de febrero. Ha estado entre rejas cincuenta y tres días antes de poder disfrutar del tercer grado penitenciario. Ahora solo acude para dormir, a la espera de que le llegue la pulsera telemática. “Ha sido muy duro. Yo era un hombre totalmente rehabilitado, que había dejado atrás sus adicciones y que había iniciado una nueva vida, con mi familia. Cuando supe que tenía que ingresar en la cárcel, se me vino el mundo abajo”, recuerda ahora.
Javier Anguita asegura que ha aprendido mucho en los casi dos meses que ha estado encerrado: “Si algo tenemos es tiempo libre. Yo le he aprovechado para hablar con gente”. Guarda buenos recuerdos de los dos reclusos con los que compartió celda en el Módulo 4, Jorge y Francisco Javier, que cumplen condena por robo y por malos tratos, respectivamente. “Son buena gente”. También agradece el apoyo de “Vivi”, el preso coordinador de su grupo. “Me ayudó muchísimo durante mi estancia allí”.
El día a día entre muros y barrotes se le hizo muy cuesta arriba. Se apuntó a varios talleres y pasaba buena parte de la jornada haciendo deporte en el gimnasio y el patio: “Traté de pasar desapercibido y no meterme en problemas con nadie”, relata. El director del Centro Penitenciario de Jaén, Juan Mesa, admitió que el interno Anguita Segura tuvo un comportamiento “ejemplar”.
La Junta de Tratamiento le concedió el tercer grado el 10 de abril. Cuatro días más tarde, este vecino de la capital pisó la calle gracias a la concesión de la libertad vigilada. Afuera le esperaba un trabajo en un taller del polígono de Los Olivares. Tener un empleo era condición indispensable para poder acceder a los beneficios penitenciarios. Se lo ofreció el empresario Iván Catena: “Siempre me había gustado la mecánica. Estoy aprendiendo un oficio y he empezado por lo más básico. Estoy enormemente agradecido”, explica Javier. De hecho, cuando se hace esta entrevista, viene con el mono de trabajo, después de terminar su jornada laboral.
Gracias al tercer grado, el protagonista de esta historia ha dado un paso en su arduo camino hacia la normalidad. En el exterior, se ha reencontrado con su familia, sus amigos y con la gente que lo apoyó para dar a conocer su caso. Su esposa, sus hermanos y sus padres removieron Roma con Santiago, llamaron a centenares de puertas y emprendieron una campaña de movilización social que logró hacer llegar un mensaje a la gente: un hombre —en este caso Javier— había ingresado en prisión por unos hechos cometidos hace casi seis años y medio y por los que estaba completamente rehabilitado. Gracias a su esfuerzo, recabaron más de 2.200 firmas y numerosísimos mensajes de apoyo a través de las redes sociales.
Ahora, Javier es otro hombre. Todavía debe acudir a prisión por las noches. Durante el resto de la jornada, lleva una vida prácticamente normal. Levanta a sus hijos antes de que vayan a la guardería, acude a trabajar al taller y comparte su vida con los suyos. Es el arduo camino del “ciudadano Anguita” hacia la normalidad.