El desastre de lo imposible
Los nacionalismos, como el tabaco, sólo les gustan a los que se lo fuman. Son como el humo ajeno, que acaba cegando a quien lo exhala y asfixiando a quien no tiene más remedio que respirarlo. La ley antitabaco mandó a los fumadores a fumar a la calle, pero, por desgracia, no hay una calle disponible donde mandar a los nacionalistas a que se fumen su nacionalismo. Siempre se ha dicho que el hombre como el pez muere por la boca.
Y esto es válido, sobre todo, para los que se ganan la vida hablando, es decir, para los parlamentarios, que en el castellano más puro y lógico, según las etimologías de mi amigo el Caliche, doctor en ciencias tabernarias, habría que llamarlos simplemente los “hablamentarios”. La política, como afirman los “politólogos” que saben de esto, es el arte de lo posible, y ya decía también un eminente torero metido a filósofo que “lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible”. De ahí que la política, a veces, sea también el “desastre de lo imposible”. La lección primera que debe aprender todo político es que sólo a los enamorados y a los poetas, que creen en lo imposible, les está permitido decir lo que piensan. Y a la vista está, tarde o temprano a los enamorados se los acaba tragando el desamor y la desidia de lo cotidiano, y a los poetas. ¡Ay, a los poetas no los toma en serio nadie! Sin embargo fue un poeta, precisamente, quien dijo que unas veces por prudencia y otras por cautela nos paren con cuentos, nos mecen con cuentos, y a la luz de cuatro cuentos, y con los pies por delante, acaban enterrándonos en la Eternidad. Estamos sujetos a la inexorable ley de Murphy: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”. Ley que desde el fatalismo que heredamos de la cultura árabe y el victimismo resignado del que hacemos gala las gentes del sur, tiene su extensión metafísica en “y además es muy probable que salga mal”. Dicen que el tal Murphy fue más expeditivo al formular la segunda parte de su famosa ley: “Es inútil hacer cualquier cosa a prueba de ineptos, porque los ineptos suelen ser muy ingeniosos”.
Y esto es válido, sobre todo, para los que se ganan la vida hablando, es decir, para los parlamentarios, que en el castellano más puro y lógico, según las etimologías de mi amigo el Caliche, doctor en ciencias tabernarias, habría que llamarlos simplemente los “hablamentarios”. La política, como afirman los “politólogos” que saben de esto, es el arte de lo posible, y ya decía también un eminente torero metido a filósofo que “lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible”. De ahí que la política, a veces, sea también el “desastre de lo imposible”. La lección primera que debe aprender todo político es que sólo a los enamorados y a los poetas, que creen en lo imposible, les está permitido decir lo que piensan. Y a la vista está, tarde o temprano a los enamorados se los acaba tragando el desamor y la desidia de lo cotidiano, y a los poetas. ¡Ay, a los poetas no los toma en serio nadie! Sin embargo fue un poeta, precisamente, quien dijo que unas veces por prudencia y otras por cautela nos paren con cuentos, nos mecen con cuentos, y a la luz de cuatro cuentos, y con los pies por delante, acaban enterrándonos en la Eternidad. Estamos sujetos a la inexorable ley de Murphy: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”. Ley que desde el fatalismo que heredamos de la cultura árabe y el victimismo resignado del que hacemos gala las gentes del sur, tiene su extensión metafísica en “y además es muy probable que salga mal”. Dicen que el tal Murphy fue más expeditivo al formular la segunda parte de su famosa ley: “Es inútil hacer cualquier cosa a prueba de ineptos, porque los ineptos suelen ser muy ingeniosos”.