El barrio "magdalenero" derrocha solera cofrade en su procesión
A la cofradía “magdalenera” le ha sentado muy bien la entrada de nuevos aires. Así lo reflejó su multitudinaria procesión, en la que barrio y hermandad fueron, otra vez, un mismo estandarte. El obispo de Jaén, monseñor Del Hoyo, certificó la extraordinaria recuperación del colectivo blanquirrojo con su presencia en el cortejo.

La lesión sufrida por La Clemencia está completamente curada. Si a alguien le cabía alguna duda al respecto, la tarde del Martes Santo lo demostró. Y es que la procesión “magdalenera” estuvo llena de esa alegría cofrade que tanto la caracteriza desde los momentos previos a la salida y hasta que el manto de la Señora de Muñoz Arcos miró, por vez penúltima, el paisaje encalado de la plaza más saetera del mundo. Del mundo “pasionista”, al menos.
Quejidos flamencos que comenzaron a doler dentro del templo, cuando Jesús cayó para levantarse únicamente con su postura de Crucificado. ¡Qué cuidado pusieron los suyos, bajo los palos, para que no hubiese dintel que amenazara su delicadeza! Y qué acierto de la junta de gobierno devolverle esa soledad tan necesaria en su paso, lejos de figurantes que se interpongan entre su divina humanidad y la mirada de quienes tanto necesitan reencontrarse con su inalcanzable mansedumbre. Buen comienzo del hermano mayor, y de su gente de La Magdalena.
La partida de la Señora es una emoción que, por más que se prevenga, arrasa cualquier atisbo de firmeza. Salir como sale, meciéndose como se mece y con la “marcha zarzuelera” de “La Dolorosa” en la voz de su tenor particular, prohíbe la indiferencia.
La ciudad subió hasta el principio de las alturas jiennenses para bajar con la comitiva, que derrochó solera y espontaneidad a raudales. Su llegada a Millán de Priego volvió a ser una cita inexcusable para amantes de petaladas, cantos y estallidos de devoción. Allí La clemencia se puso “cómoda” y ralentizó el camino hasta recrearse, posó para las cámaras y justificó, un año más, el rango de “carrera oficial” del Arrabalejo el día que el más antiguo de los barrios de Jaén se viste una túnica y alumbra la ciudad como una llama inmensa.
Testigos de excepción, el obispo de la diócesis, monseñor Ramón del Hoyo López, que magnificó el desfile penitencial con su siempre deseada presencia —caché cofrade—; el cuerpo nacional de Policía, que azuleó la procesión y le firmó un cheque en blanco de seguridad, de inalcanzable escolta, y un Jaén enamorado de su Pasión que, un poco, temió por la integridad de una de las más venerables hermandades de la Semana Santa de aquí. Pero que respiró, aliviado, cuando las campanas del viejo alminar árabe celebraron el abrazo, el larguísimo abrazo de La Magdalena y el resto de la capital.
A la hora del encierro, las saetas reservadas reclamaron espacio y se disputaron los silencios —los pocos que genera esta comitiva— para llenarlos de arte, de sabiduría popular. La iglesia se cerró, sí, pero el barrio estuvo abierto toda la noche como un inabarcable álbum de momentos cofrades.