Divaríos en la corte de los faraones
Manuel Agustín Poisón Almagro/Desde Jaén. No es nada novedoso el tufo a putrefacción que proviene del más alto órgano judicial, dedicado más a satisfacer la voz de su amo, que a dedicarse a sus menesteres de observación en el buen funcionamiento de la administración de justicia.
Así, el Consejo General del Poder Judicial, durante demasiado tiempo, se ha ido convirtiendo en la “Casa de Bernarda Alba” de nuestra omnímoda clase política, y cada uno de sus miembros cumple eficazmente, respecto de las directrices marcadas, en función del grado de favoritismo adquirido con el partido que lo puso en el sitio. Y claro, cuando uno está puesto a dedo por otro, lo primerito que hace es obedecerlo ciegamente, siendo el conjunto de los elegidos, pertenecientes a uno y otro partido sin que pueda producirse esa independencia de la que nuestra constitución alardea, como para que actúen de forma eficiente. De este modo, si el legislativo no rinde cuentas ni a su electorado, ¿cómo demonios pueden pedírsele a sus vasallos?
El poder judicial se encuentra atrapado entre muchas realidades que actúan en connivencia y ninguna de ellas es la correcta. En este sentido, cada miembro del Consejo tiene su vida privada, que a su vez tiene la prestada por quién lo eligió, que a su vez tiene la que tiene por lo que es, que a su vez tiene que preponderar por encima de los demás miembros, por lo que siempre queda la casa sin barrer al no encontrar tiempo suficiente para ello. Lo mejor de todo esto es que, hoy por hoy, la sociedad hace mucho que abandonó su ignorancia y la información ha sustituido al silencio. Los abusos en el mal uso tienden a pagarse y eso ya se puede considerar un triunfo. La ciudadanía empieza a asquearse de aquellos aspectos que antes no le despertaban ni la más mínima náusea y parece ser que todavía no quieren enterarse, porque continúan sumidos en la arrogancia que les proporciona el cargo.
Lo dicho hasta ahora viene a colación con lo que he podido ver, escuchar y leer a través de los medios. Resulta que el señor presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, cosa por la que cobra dos sueldazos que corresponden a cada una de las asignaciones, con sus pagas extras correspondientes, dietas, desplazamientos, escoltas, vehículo oficial con “chauffeur” de serie y un largo etcétera de gastos que ningún hijo de vecino podría permitirse. A cambio, lo que la sociedad exige de este señor con tratamiento de ilustrísima es que cumpla disciplinariamente por aquello que es retribuido, sin que ninguno de sus actos particulares produzca alteración en las cuentas públicas. Todos somos conscientes de que la persona al frente de tan altísimas instituciones debe estar perfectamente retribuida en sus cargos, lo que no conlleva en ningún caso la obligatoriedad de costearle barra libre allá donde le plazca desplazarse los findes. Cada individuo dentro de una sociedad debe ser el único responsable de sus gastos particulares, y esa cosas de presumir que ocupando un determinado puesto, exime a cualquiera de responsabilidad en los cálculos retributivos, tiene que desaparecer de la mentalidad elitista e intemporal cuando se trata del dinero que es de todos. Pero, al margen de este supuesto, parece ser que, al dos veces presidente, le resulta algo nimia la denuncia, que pronto los medios más oportunistas han tachado de venganza garzoniana interpuesta por la Fiscalía General, y ha saltado a la palestra indicando que siempre paga sus facturas. Lo cierto en todo esto es que cuando uno ocupa determinados puestos de poder, el simple hecho de haber sido denunciado, al margen de que sea o no culpable por esa cosa de la presunción de inocencia, es suficiente motivo como para tener que dimitir del cargo por la sencilla razón que ofrece el buen sentido de la responsabilidad. El saneamiento de las instituciones debe empezar por los individuos que las componen asumiendo cada uno de ellos su responsabilidad. Sin esta primicia, cualquier reforma que se haga será mera formalidad para parchear un camino de cabras que no conduce a ninguna parte. Por otro lado, no se puede exigir a los Lemnos aptos, es decir, a la sociedad, que deba abonar, en forma de recortes en educación y sanidad, impuestos, bajada de sueldos, despidos gratuitos, etcétera, los excesos y “divaríos en la corte de los faraones” por cuestiones puramente internas de interés particular, porque de ellos debe exigirse un comportamiento impecable y ejemplarizante, pues por ello ocupan su puesto ¿no? ¿La sociedad no da por sentado que quienes tienen que ocupar el poder deben ser los más preparados y capacitados?
Basta ya de tomar el pelo a la ciudadanía y compórtense como se comportan los mejores y no como los imbéciles.