Discurso de Alfonso Fernández Malo al recibir la medalla al Mérito Colegial

Hoy es día de agradecimientos.
Gracias, gracias a todos vosotros por vuestra presencia, y también a los ausentes por impedimento justificado, y también a los que no vinieron porque bendita sea la gracia que les hace el Fernández Malo, aunque estos últimos sean los menos, cuantitativamente hablando, pero de contrastada e indudable calidad: soy consciente de que tengo pocos enemigos, pero los pocos que tengo no se los deseo a ninguno de vosotros.

    30 nov 2009 / 23:00 H.


    Gracias, por supuesto, a todos aquellos que han hecho posible la concesión de esta medalla: ¡La gente es buena, qué le vamos a hacer!

    Cuando me llamó el compañero Decano desde Madrid para comunicarme la concesión, le mostré mi inmediato agradecimiento y, asimismo, el poco consuelo o deleite que me producen los agasajos, máxime cuando se trata de botafumeiros no subsidiados, porque como me han dicho algunos compañeros a renglón seguido de tener conocimiento del evento, en jocosa y lúdica interpretación, que medalla que no viene subsidiada no deja de ser medalla, pero menos medalla.

    Tras la comunicación de la cosa, una vez que hube colgado el teléfono, pensé, sin que ello tenga nada de original puesto que otros lo han pensado antes que yo: ¿Qué habré hecho mal para que hablen bien de mí?

    Pero más tarde hallé el consuelo, el consuelo del mal menor, y lo encontré recordando el primer aforismo de un libro que había presentado en Sevilla fechas atrás -511 Cápsulas contra el olvido, de mi amigo Antonio Calderón, alias El Willy-, y que dice:

            Me acuerdo de que todos los domingos en la iglesia sorteaban el mismo premio: El Paraíso, pero sólo te podía tocar si te morías.

    Y en ello hallé el consuelo, y me dije, consuélate Fernández, está bien que no te hayas tenido que morir para que te den un premio: a pesar de todas tus desganas sólo en vida aciertan los que dan y los que son capaces de recibir.

    Si yo os dijera que desde muy niño sentí la vocación de ser abogado, os mentiría, pero si os dijera que desde niño sentí la vocación de ser veterinario, os diría la verdad.

    Y es que la vida tiene esas cosas, esas contradicciones, y se construye a golpes de realidad, y no podía ser de otra manera desde el  momento en que la economía doméstica no me permitía el desplazamiento a otras ciudades para realizarme en el mundo de la veterinaria, pues si bien, en pro del objetivo, cursé el bachiller en ciencias, llegado el  momento de la decisión final, se impuso la contundente realidad de ser el hijo de un represaliado socialista que tras diez años de cárcel –conmutada por treinta años de prisión la pena de muerte impuesta- trataba de reconstruir su vida personal y familiar en aquella Sevilla de tantas carencias, lo que me llevó a optar por el estudio del Derecho, acometiendo, tras la aprobación de la reválida de sexto en ciencias, aquel Preuniversitario en letras donde por primera vez tuve que enfrentarme al estudio de la lengua griega, iniciando, de este modo, el camino para mi ingreso en la Facultad de Derecho de Sevilla y que me ha conducido, entre penas y alegrías, hasta el día de hoy.

    De todos lo he aprendido todo. No he carecido de compañeros entrañables, muchos, -de los que omito sus nombres por no caer en la injusticia del olvido-, de los que tanto aprendí y a los que tan poco enseñé, pero siempre anclado en la idea fija e imprescindible de trasmitir la necesidad de adecuar la rigidez de las normas a la ductilidad de los  sentimientos, creído y desde la base de que todo profesional, por el hecho de serlo en cualquier actividad, participa de una vocación única, universal, soporte ineludible para su realización, y que no es otra que la honestidad, la honestidad que configura o debe configurar toda conducta humana y que comporta la primacía de lo justo sobre lo injusto, la fidelidad respecto al compañero, respecto al cliente y respecto a todos aquellos que conforman, desde la posición o grado que sea, el conjunto activo y clarificador de las conductas antijurídicas: guardia municipal, policía nacional, guardia civil, jueces, fiscales, abogados, procuradores, funcionarios todos, ante cualquiera, en definitiva, que forme parte del engranaje.

    Son innumerables los recuerdos de mi estancia en la Universidad de Sevilla. Personas de servicio, profesores, compañeros, forman un todo indisoluble que gravita y gravitará a lo largo de toda mi vida, y aunque anteriormente haya dicho que no iba a citar nombres, me veo abocado a no prescindir de alguno de ellos, y así, me aparece la figura docta y humana de Don Alfonso de Cossío, del cual aprendí, para el ejercicio de nuestra profesión, la primera pauta a seguir con relación a ciertos clientes: Habíamos creado un grupo de estudiantes una asociación clandestina, de amplio espectro ideológico –ADE: Asociación Democrática de Estudiantes- como alternativa al que fuera Sindicato Español Universitario (SEU), y habiéndosenos detenido a varios compañeros de las distintas facultades, decidimos dirigirnos a nuestros Catedráticos de la Facultad a fin de que se hicieran cargo  de nuestras defensas ante el extinto Tribunal de Orden Público, correspondiéndome a mí el pedírselo a Don Alfonso, motivo por el que lo abordé en el pasillo y a bote pronto le solté la parrafada que llevaba repitiéndome toda la mañana, contestándome, también a bote pronto: ¡Ah, usted es uno de esos desgraciados que ha cogido la policía! ¡Bien, pásese usted por mi despacho esta tarde a las cuatro!, cosa que hice a las cuatro en punto de la tarde, tocando el timbre con la inquietud propia de todo párvulo, párvulo en todas las lides de la vida. Al instante, su secretaria, me condujo hacia el despacho donde Don Alfonso me recibió sentado en una mesa camilla y no en aquella otra mesa barroca, imponente y vacía, imprescindible en cualquier despacho que se preciara de tal, de modo que no alcancé a discernir en ese instante si el sentarme allí suponía desprecio o familiaridad, pero lo cierto fue que tras su característica risa al golpe, me dijo: ¡Señor Fernández Malo, dígame usted lo que ha dicho pero nunca lo que ha hecho!, y eso que me dijo fue una de las primeras lecciones que recibí de tan docta persona a modo de parapeto frente a cierto tipo de cliente al que él en su íntima conciencia no penalizaba. Después, cuando yo ya era ejerciente, formé parte de una candidatura, de aquellas primeras liberales que se formaron en el colegio de Abogados de Sevilla para luchar contra aquellas otras rancias y desfasadas, tan inmersas en la protección del sistema. Y me cupo la suerte de ser Diputado Noveno y participar de la enjundia, la sabiduría y la gracia de aquella Junta de Gobierno. 

    Pero vuelvo atrás para deciros que trabajé codo a codo con muchos compañeros y si bien todos fueron mis maestros, puesto que de todos aprendí, en nombre de todos ellos, quiero nombrar al que fuera mi maestro por antonomasia, Manolo Martínez James, el hombre que te enseñaba echándote a los Juzgados para que te foguearas y endurecieras a base de encontronazos y zancadillas, e incluso tomaduras de pelo por parte de aquellos que ya llevaban más de media mili desollada. De él aprendí que el primero que no tiene que tener piedad contigo es tu propio maestro, porque la impiedad es el caldo de cultivo donde te vas a desarrollar, a cuajar en Abogado, y siendo el abogado, como es, hijo directo de la  vida, y la vida ardua, profunda, contradictoria, fuente primaria, mentira y verdad, alma abierta para el buceo, es, naturalmente, el medio inevitable donde aprendes a nadar o te hundes. El resultado de ese esfuerzo diario, precavido, encaminado a la asimilación gota a gota del mundo violento de la contravención, no se refleja sólo en los libros sino, en primer lugar, en nuestras conciencias, y si bien es cierto que más sabe de leyes el que más estudia la noche anterior, siempre acarreará el déficit, a nuestros efectos, de no haber prestado oído en la escuela imponente de la vida.  Pero con lo dicho no pretendo ponerme trágico, ni tampoco hacer hincapié –quede esa tarea para otra ocasión- en lo que ya dijera Anatole France en su Isla de los Pingüinos, algo así como que siendo la sociedad  injusta, si las leyes se hacen para proteger la sociedad, las leyes, en consecuencia, son injustas; no, solamente pretendo decir que todos somos abogados porque todos somos hijos de nuestros errores, incluidos nuestros maestros por mucho que pretendamos idealizarlos, y todos, se abrieron paso a golpes de defensa, desde su ignorancia primaria, aprendiendo diariamente a reptar, guardando el debido respeto a todos  aquellos que les ha tocado el difícil papel de impartir justicia, aprendiendo, día a día, que todo aprendizaje debe adquirirse desde una actitud de respeto no canjeable por ningún éxito circunstancial ni por ninguna frase pretendidamente definitiva. Y digo esto ejemplarizando con el primer pecado venial cometido por mi maestro –de los mortales prefiero no hablar-, el que con su natural gracejo, con el entusiasmo que siempre ponía en la defensa del cliente, al concedérsele la palabra por el Presidente de Sala, el bueno del Martínez James dijo “...Y al Tribunal le consta lo difícil que es violar a una mujer detrás de una puerta”, lo que supuso la reprimenda inmediata y súbita del Presidente: “Ruego al Letrado de la defensa que no haga extensivas sus experiencias personales a este Tribunal”, a lo que mi maestro comentaba posteriormente, pasados los años: Y me dejó muito, sin habla; a lo que yo, que ya había aprendido de él lo que era compostura, le dije: Pero, Manuel, ¿y qué quieres que te  dijera si estabas acusando de violadores a los miembros del Tribunal? De él guardo el recuerdo de su inteligencia -y de tal anécdota, otra enseñanza: para informar, primero pensar y después hablar-, el recuerdo de su respeto hacia mí, el de aquellos momentos en que cobraba buenas minutas con las que nos atiborrábamos de gamba blanca de Huelva, del respeto total que sentía por las mujeres de mala vida. Creo que fue un rebelde educado, afectivo, rompedor de fetiches, y que como dijo César González Ruano en su biografía de Unamuno respecto a éste, algo así o algo parecido a que seguro que habrá ido al cielo, pero seguro, también, que una vez allí, habrá gritado: ¡Abajo la Teocracia!

    De todos los buenos abogados he aprendido -de los malos sólo que no se debe de ser malo, que ya es bastante- que el abogado participa de un sentido depredador, pero no cainita, del orgullo de ser frente a la vanidad de ostentar, instinto orientado en pro del bien colectivo, lo que lo diferencia del mero estudioso del Derecho, porque si bien del mismo barro puede construirse un botijo o una figura de pantera, el abogado es pantera por su instinto felino mientras que el botijo es sólo recipiente, lo pasivo y lo felino como manifestaciones del mismo barro. Pero ese sentido depredador se reviste de toga, y la toga, vestimenta inútil para muchos, solamente encuentra su justificación en lo que tiene de simbólica, en la dignidad visible de ser vestimenta que carece de bolsillos, lo que en estos tiempos resulta más que simple simbolismo, y que yo escuchara decir a Don Alfonso de Cossío y, posteriormente, a mi maestro, en aquellos años en que a las cosas se iba por el camino más recto.

    Pudiera contaros muchas cosas, muchas y variadas, anécdotas también de mi propio ejercicio, pudiera contaros mis propios trances, mis propios miedos, hablaros de los clientes que se defendieron a sí mismos, hablaros de aquel cuento de Averchenko donde un abogado en su primer juicio fue defendido por su cliente, delincuente habitual, el que viendo que gracias a la deficiencia novata de su defensor, viendo que iba a ser condenado irremediablemente, se erigió en su propio defensor y en el de su abogado, para evitar que las cosas fuesen a mayores, alcanzando un resultado feliz, para que el Abogado saliera de su primer juicio y llamara a su padre diciéndole lo siguiente: ¡Papá, el juicio muy bien, hemos salido absueltos!

    Me gustaría, también, hablaros de los quinientos juicios que hice en mi primer año, en el primero de los tres que estuve al servicio de la Mutualidad de Seguros MAPFRE en Sevilla, junto al magnífico compañero Antonio Guzmán, de todos los demás años en que ejercí y ejerzo la profesión a puerta abierta, de los no sé cuántos juicios laborales defendidos en mis tres primeros años de estancia en Jaén, para la Unión General de Trabajadores, hablaros de la falta de cultura que a veces advertimos en nuestras conductas, del déficit moral que aqueja a esta sociedad y que nunca el Abogado debe de engrosar engañándose a sí mismo, y lo que es peor, creyendo que puede engañar a los demás, y hablaros de los 600 euros jubilatorios de la Mutualidad, y cómo no de la familia, esas criaturas anónimas que marchan a tus espaldas, no para acuchillarte, sino para empujar calladamente en el mismo sentido que uno lo hace.

    Me gustaría hablaros de todo eso pero no lo voy a hacer en aras de no agotar vuestra atención, pretendiendo solamente, y con esto acabo, que como al abogado del cuento, vosotros, Tribunal en este acto, procedáis a absolverme de cuanta gala y necedad haya podido decir en días anteriores y, concretamente, en el día de hoy.

    Muchas gracias.