"Digna Jaén, adiós, hasta pronto"
Geografía y escritura suelen ir de la mano. No se trata de mera toponimia, tampoco de sesudas geografías interiores en las que cobijar el pensamiento de un autor. O también, porque hacer distingos entre vida y ficción equivale, probablemente, a cojear en ambos terrenos. En mi caso, gracias a la escritura y sus aledaños, he aprendido bastante más geografía que en la escuela: la que implica mapas e itinerarios y la que atañe a las personas. Un solapamiento crucial que te arranca del papel en blanco, el gran eremita, y te conduce a la amistad. Podría resumirlo en un simple título, un “Santander-Jaén”, o viceversa, que nos retrotrae al hermoso filme de Win Wenders sobre los páramos del alma y los de la tierra que pisamos. Cuento esto porque acabo de completar un viaje de ida y vuelta entre ambas ciudades, llevándome en el petate un par de lecciones. La más importante confirmar que la periferia existe y es difícil sacudirse de encima su envenenado regalo: conexiones ineficaces y distancias que obligan a una intendencia ajena a la inmediatez digital. La segunda, que la gente, más que los kilómetros y los premios, e incluso que los libros, es lo que verdaderamente importa. Aquí, por fortuna, las distancias se acortan.
Parte de mi sueño adolescente de una literatura de acción, con escritores tecleando en las trincheras, ha encontrado un lejano eco en este viaje. Recordarlo me ha devuelto a una edad más atolondrada y feliz. Un reencuentro aplazado con una profesión soñada, a pesar de los horarios correosos y la prisa permanente. Nadar contracorriente, en mitad del devenir de todos, para poder contarlo al día siguiente. Un escribir en grupo, construyendo un periódico con el que envolver todas las incertidumbres. Escribir sin pausa, con los privilegios difuminados, escribir en familia. Otra literatura. Porque un periódico, a su manera, es una novela coral interminable, un retrato nunca acabado de cómo somos, lo que desbaratamos y lo que amamos.
Haber escrito una novela me enorgullece, por eso de la invisibilidad literaria de los cuentistas. También el premio, por supuesto. Pero el recuerdo de este viaje son las personas, esos veteranos periodistas desgranando ante un micrófono su sentimiento respecto a un aniversario y lo que han vivido: 75 años de un Diario de JAÉN, que como la ciudad, se pone de puntillas en su cuenco entre montañas para atisbar el horizonte y hablarnos de su importancia, que la tiene, aunque ese escollo en forma de isla capital, ese Madrid de nuestro descontento, obligue a transbordos decimonónicos. Dicho de otra manera, y sin que ningún centralista se ofenda, de vuelta a casa, al mirar por encima del hombro no veía Madrid y su cofia de humo, sino una soleada y digna Jaén a la que decir adiós y hasta pronto.