De pescaíto al Yate
Recientemente he podido disfrutar con la lectura de uno de los últimos libros de Elvira Lindo “Lugares que no quiero compartir con nadie”. Detrás de este sugerente título se esconde una narración descriptiva y muy literaria de los rincones más personales e íntimos de la ciudad de Nueva York.
Elvira Lindo vive la mitad del año en la Gran Manzana desde que nombraran a su marido, el jiennense, escritor y académico Antonio Muñoz Molina, director del Instituto Cervantes en Nueva York. Este original recorrido no pretende ser una guía de viajes sino la descripción de otra ciudad mucho más personalista y exclusiva donde la autora nos va revelando a la vez que nos desnuda su cotidianidad más cercana en una contradicción directa con el título. Los que solo hemos podido disfrutar del Nueva York más turístico nos tenemos que conformar con conocer esa otra ciudad a través del cine o la literatura. Pero a estas alturas de agosto sí me apetece hablar de otro lugar que no querría compartir con tantos. Ese lugar es donde he pasado mis últimos veinte veranos y en el que sí he podido saborear todos sus rincones. No estoy hablando de un sitio especialmente exótico o particularmente ajeno al jiennense de a pie, se trata de Torredelmar en Málaga, matizar lo de ajeno creo que viene al caso porque estos días es más fácil encontrarte a tu vecino del quinto en su paseo marítimo, que no en el Paseo de la Estación de Jaén. Pero la cercanía en lo geográfico y lo emocional no es excusa para no reconocer los valores de un paraje tan entrañable de la costa. Por lo pronto se encuentra enclavada en la mejor bahía de la comarca de la Axarquía, es decir, la costa oriental de Málaga que me parece mucho más interesante que la occidental. Como primer hecho diferenciador, tienes sitio para poner la toalla en pleno agosto y esto en la Costa del Sol es decir mucho, te rodean un sinfín de pueblecitos blancos que van escalando hacia la montaña cuya cercanía con el mar da un paisaje verdaderamente especial. Cultivos tan singulares como aguacates, mangos o papayas se pierden en el horizonte. El pueblo en sí es amable, tranquilo y cercano. Un espectacular paseo marítimo abraza a una ciudad que mira al mar sin los agobios de otras, perderse por sus callejuelas es un reencuentro con la cercanía del barrio y el comercio singular. Pero sin duda el mayor atractivo se desvela a la hora de la cervecita y es que el pescaíto aquí es insuperable en general, pero si hay un lugar que no querría compartir con nadie ese sería El Yate, un acogedor restaurante donde el ritual del cerveceo con tapa alcanza la categoría de delicia. Y es que la cercanía o la accesibilidad no hacen que pierdan la magia muchos lugares especiales, porque como dice el lema de un anuncio “cuando amas lo que tienes, tienes todo lo que quieres”.
Javier Morallón es profesor de biología