Culebrón a la inglesa. Crítica de cine
Más allá del Aló, presidente, de la racionalización periódica de alimentos que salta a la primera plana mundial o del odio exacerbado a todo lo que huele a capitalismo, si hay algo que haya hecho mundialmente famosa a Venezuela antes de la irrupción estelar del "comandante" es ese producto audiovisual de dudoso valor llamado "culebrón". Esa trama que hunde sus raíces en el cuento de La Cenicienta y perpetúa abominables diferencias de clase y género ofrece cotas de retorcimiento y patetismo argumentales inauditas. En España, quizá los supere El secreto de Puente Viejo. Ese bodrio de dimensiones estratosféricas que emite Antena 3 en su sobremesa desde hace más de cuatro años.
En el séptimo arte, tal vez por las limitaciones de metraje de películas que cada vez alargan más su minutaje, que no por respeto al sufrido espectador, los directores y guionistas se cortan un poco más. Son algo más contenidos. Pero, de vez en cuando, se escapa la liebre y llega a la cartera una propuesta como Mi casa en París. El salto a la dirección del dramaturgo y guionista Israel Horovitz es una supuesta comedia llena de ambición y pretensiones que pierde todo el fuelle, víctima de un pecado mortal: el melodramatismo en el que incurre su argumento. Viniendo de un judío americano, conocido por firmar guiones como Author! Author! (1982, Arthur Hiller) o Sunshine (1999, en colaboración con Istvan Szabo, que también dirigió la cinta), no podían faltar chascarrillos con Freud como recurso, ni el gusto por la música jazz, pero apenas hay rastro del humor negro que, según el estereotipo, se presume asociado a la ciudadanía británica. Esta es la nacionalidad de la anciana que protagoniza la cinta y la mujer que puebla las pesadillas de un Kevin Kline que empieza en estado de gracia y acaba estrellado a todos los niveles. Porque lo que comienza como una comedia ligera, con el exquisito distrito uno de París como escenario, acaba transformándose en un chiste malo en el que la infelicidad de los personajes es de tal calibre que corre el riesgo de ser tomada a chufla, y no por que sea el deseo de Horovitz. Es evidente que no lo pretende. Y ahí está la aportación siempre inestimable de la elegante Kristin Scott Thomas.
Dando bandazos por el espectro del humor, el director de Mi casa en París sitúa a Kline ante un entuerto inicial que da paso a otro de corte melodramático que se hace infumable y en el que los chispazos cómicos son estrellas fugaces que caen fácilmente en el olvido, sin posibilidad para expresar siquiera el deseo de que el martirio concluya cuanto antes.
