17 mar 2014 / 23:00 H.
Desde JAÉN. La crisis económica está azotando, especialmente, a los sectores menos cualificados del mundo laboral, que a duras penas pueden sostener un puesto de trabajo, y mucho menos, exigir que sea justo y que se respeten sus derechos. Si hablamos de empleo doméstico, la normalización de la injusticia es un hecho, y si la persona empleada es inmigrante, nos encontramos con auténticos dramas. La incorporación de la mujer al mercado laboral, el incremento de la esperanza de vida y los valores que impregnan nuestra vida social, han hecho del empleo doméstico una realidad que se encuentra presente en más de un millón de hogares en nuestro país. Este auge no va, sin embargo, acompañado de un avance en los derechos de quienes lo desempeñan. El trabajo doméstico, al no gozar de reconocimiento profesional y desarrollarse en el ámbito privado, es terreno propicio para la explotación. La falta de equiparación con los trabajadores de régimen general, se une a las especiales características de quienes suelen responder a estas demandas de empleo: Personas con serias dificultades económicas y familiares, inmigrantes en un alto porcentaje, desconocedores de sus derechos, sin habilidades para la negociación, y con necesidades urgentes que cubrir. Todo ello es materia de estudio para quienes, desde la Iglesia, quieren ofrecer esperanza. Cuando contratamos a alguien para cuidar a nuestros hijos y mayores, le pedimos que sea algo más que un trabajador, que añada a su tarea un plus de cariño, de dedicación, de cuidado. ¿Reconocemos y valoramos esta especial característica del trabajador doméstico? ¿Somos justos cuando empleamos? ¿Respetamos su dignidad?. El tema ha centrado siempre las jornadas de sensibilización del Secretariado de Migraciones. En este campo, también es conveniente y necesario, recordar la cita evangélica: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten”.