Como el toro
Ahora que San Isidro despacha los últimos capotazos del ciclo taurino más importante del calendario me han venido a la memoria los versos sublimes de Miguel Hernández: “Como el toro he nacido para el luto y el dolor, como el toro estoy marcado por un hierro infernal en el costado y por varón en la ingle con un fruto”.
Desconozco si el poeta de Orihuela llegó a entender que el toro es un amante burlado que acude generoso una y otra vez al engaño que le ofrece el torero. Tampoco sé si el autor de Perito en Lunas supo que en la plaza el toro no yerra jamás. Es el torero el que confiado en su destreza, seguro de su poder, comete un error puntual y entonces la sangre y el dolor se revuelcan en la arena en un canto fúnebre. La vida misma no deja de parecerse a ese romance perpetuo entre la fiera y la razón. Por eso alguna vez el zarpazo es mortal y las heridas difíciles de suturar. Es preciso un largo camino de aceptación del propio fracaso, de asunción de los errores cometidos, del convencimiento de que los egoísmos conducen inevitablemente al deterioro interior y a la proyección en quienes te rodean de una suerte de alejamiento que desemboca en desencuentros dolorosos. Pocos son los que alguna vez no han sentido alguna cornada en el alma que es donde duelen de verdad. Llegado el caso la única actitud positiva es el análisis del momento en que la muleta se revolvió en el viento y dejó descubierto a un torero que, alocado, perseguía la gloria del triunfo sin entender que lo más cercano, harto de burlas, arremetería con fiereza y con un clamoroso “no puedo más” clavaría su dolor en la causa de sus pesares. Cuando eso ocurre otra vez Miguel Hernández en su Rayo que no cesa nos deja le estampa del siguiente encuentro entre el torero fracasado y la fiera mancillada: “Un toro solo en la ribera llora” que viene a decirnos que quién se ha librado del burlador alberga todavía sentimientos hacia el vencido. Mientras tanto el torero, al que las luces le cegaban ebrio de gloria, pasea su soledad por el corral y sueña con que algún día volverá a la plaza para no despreciar a su enemigo y si fuera posible mutuamente indultarse e inmolarse juntos sobre la arena. Dar y recibir. La gran lección que nunca terminamos de aprender. Jamás es tarde para ir a la escuela a dibujar en el horizonte la faena que conduzca a la felicidad. Pero como en los cánones de la tauromaquia siempre hay que entrar por derecho, o sea, con la verdad por delante. Y como dicen los buenos aficionados: ¡Que Dios reparta suerte! Julio Pulido es empresario