Combate con la conciencia
Han pasado sesenta años desde su estreno y, sin embargo, Los olvidados sigue siendo aquella “apisonadora” audiovisual, rodada en blanco y negro, que tiene la capacidad de revolver el estómago y llevar al espectador al borde de la arcada con el retrato sórdido y sin concesiones que Luis Buñuel realizó de los niños de la calle.
La trama está localizada en México, pero, ya en los primeros planos, el cineasta de Calanda advierte de que la misma historia podría haberse rodado en cualquier otra ciudad del mundo, porque esa pobreza extrema, que acaba en delincuencia y que no respeta ni siquiera a la infancia, no se circunscribe ni a un lugar concreto ni tampoco a una época.
Grabada en los suburbios de México, Los olvidados es como una puñalada al corazón de las sociedades supuestamente desarrolladas y civilizadas. Son ochenta y ocho minutos de combate con la propia conciencia. Es la mano que sujeta la cara de gobiernos y de espectadores para que miren lo que más duele: la realidad que intentan esconder en cárceles, internados, manicomios y centros de menores, y la violencia que engendra esa misma miseria que se afanan por ocultar.
La película le valió a Buñuel el reconocimiento como Mejor Director del Festival de Cannes de ese año, pero también levantó críticas encarnizadas, sobre todo, en México, que la repudió por la imagen de crueldad exacerbada y “exagerada” que daba del país, y en EE UU. En España, se censuró.
Sesenta años después, superada ya aquella prohibición, que no aquellos desequilibrios de pobreza, y con Los olvidados como Patrimonio de la Humanidad, los espectadores tienen una oportunidad única de profundizar en esta genial película con la exposición que acoge el Palacio de Villardompardo y que se gestó al abrigo de los Ciclos de Cine Español. Por Nuria López Priego