Color para camuflar la tragedia
Apesar de ser una road movie edulcorada sobre la forja de un mito, en Diarios de motocicleta (Walter Salles, 2003), existía un momento, una secuencia de cinco minutos, que suponía el primer punto de inflexión en la experiencia vital del futuro Che Guevara. Era el encuentro que mantenían los protagonistas con una pareja chilena que buscaba trabajo en una mina.
En esa escena, de noche, alrededor de un fuego, muertos de frío y con poco que comer, la mujer les preguntaba a los dos jóvenes que tenía sentados enfrente por qué estaban allí, en esas tierras chilenas dejadas de la mano de dios, lejos de su Argentina natal. La respuesta no tenía doblez. “Por viajar”. Por puro placer. Por la necesidad humana de explorar y conocer otros mundos. Sin embargo, esa lógica se caía, se volvía absurda delante de esa gente pobre y desplazada, obligada a dejar atrás su terruño y la memoria de los suyos para vivir un drama que es, precisamente, el mismo que, ahora, recrea Carlos César Arbelaez en Los colores de la montaña: el del desarraigo. La película, que se proyectó dentro de la sección Zabaltegi (Perlas), es una joyita sobre la tragedia social en la que está sumida Colombia por culpa de la “guerra” que libran el Gobierno y su ejército y las fuerzas paramilitares. Un conflicto que, una vez más, y como siempre, condena al más débil.
Rodada en una zona rural, Los colores de la montaña es la historia de un niño de 9 años, apasionado del fútbol, al que, un día, jugando un partido con sus amigos, se le cae el balón a un campo sembrado de minas. A partir de ese momento, su única fijación será recuperarlo, pero, además de los vanos intentos del chico por hacerse con la pelota, el realizador también muestra a una población aterrorizada por los militares y las presiones de los guerrilleros; una escuela en la que casi nunca hay maestra porque todas acaban huyendo por temor a una muerte violenta; un pueblo que, a golpe de muertos civiles y de “escarmientos” ejemplares para que los campesinos no colaboren con la guerrilla, va cerrando y abandonando casas y animales para emigrar a algún lugar donde se pueda vivir sin miedo. Aun siendo una tragedia, el acierto de este drama, que podría derivar en el lloriqueo fácil, es su guión, que, como en Las tortugas también vuelan, de Bahman Ghobadi, está construido a partir de la perspectiva de un niño. De esta forma, Arbelaez gana distancia, introduce humor dentro de tanta fatalidad y, fundamentalmente, logra color. Un color que se ve compensado no sólo en el título del film, sino en cuestiones técnicas, como fotografía, música, composición de planos y, evidentemente, en la elección de los actores.
La mirada inocente, grande y profunda de ese Manuel de 9 años es impagable y, a estas alturas del festival y aunque no sea dentro de su sección oficial, ver una película como Los colores de la montaña tampoco tiene precio.