Cecilia Valenzuela Pulgar: “Lo que me motiva es poder ayudar a quien lo necesita”

Cecilia Valenzuela Pulgar nació en Jaén, es la mayor de cinco hermanos, tres chicas y dos chicos. Su padre, José, trabajaba como representante de comercio y su madre, Rafaela, se dedicaba a la casa y a cuidar a los hijos.
—¿Qué me puede contar de su infancia?
—Fue una época maravillosa, pues lo teníamos todo, sin tener nada, pero disfrutábamos muchísimo jugando en la calle con los hermanos y los vecinos. En la casa todo era diversión, pues mi padre jugaba a la par nuestra, era más niño que nosotros. Además al ser representante, en casa nunca nos faltaban nunca los juguetes.

    06 ene 2013 / 09:52 H.


    —¿Siempre ha vivido en Jaén?
    —No, a partir de los 14 años nos fuimos a vivir a Mancha Real. Allí teníamos una casa preciosa con un patio muy grande donde mis hermanos más pequeños podían jugar sin ningún problema. En esa época yo trabajé muchísimo, ya que, al ser la mayor tenía que ayudar a mi madre con los pequeños. Ella no estaba muy bien de salud, pero a mí no me importaba. Mis hermanos siempre han sido algo muy importante en mi vida.
    —¿Cómo vivió la adolescencia?
    —En el año 1967 volvimos a Jaén y nos instalamos en un piso de la calle Martínez Molina. Mis hermanos estaban ya en el colegio y me fui a trabajar a un almacén de botellas que montaron unos vecinos y, por echar una mano, estuve un par de años, así ayudaba un poco en casa. Tenía amigas para entrar y salir y una muy especial de Mancha Real (Antoñita), cuya amistad he conservado siempre. En Jaén, mi amiga terminó convirtiéndose en mi cuñada.
    —¿Cómo ha sido su vida laboral?
    —Mis estudios han sido los primarios. En Mancha Real fui al colegio de la “Gota de Leche”, pero como mi madre tuvo tres niños en 18 meses, se acabó el colegio para mí. Mi madre estaba muy delicada y yo me hacía cargo de todo lo que podía. Cuando nació el pequeño, directamente pusieron la cuna junto a mi cama, por tanto es como un hijo para mí. Con tanto criar niños no podía estudiar y cuando llegamos a Jaén, además de en lo de las botellas, empecé a trabajar en una superlimpieza, donde estuve muchos años. El trabajo me gustaba, pero cogía muchos catarros por los cambios de temperatura y los olores de los disolventes. Estuve allí hasta que la empresa se cerró. Luego, como ya tenía novio, me quedé en mi casa hasta que me casé.
    —Ahora, ¿cómo es su vida familiar?
    —Estoy casada desde el año 1977. Mi marido se llama Julio y tengo una hija, Rebeca, que actualmente vive en Granada por motivos de trabajo. Como mi marido es maestro —ya está jubilado—, el colegio donde trabajaba montó una papelería y yo me hice cargo de la misma una temporada, pero básicamente me he dedicado a mi casa.

    —¿A qué dedica su tiempo libre?
    —A pesar de dedicarme a mi casa, soy muy inquieta y no puedo parar de hacer cosas. Lo mismo me voy a andar que me apunto a cursos del Ayuntamiento para hacer gimnasia, yoga, natación, sauna, etcétera. También leo mucho, porque me encanta y me relaja, pero, sobre todo, lo que más me motiva es poder ayudar a los personas que me necesiten; de hecho, estuve una temporada cuidando enfermos por las noches, tanto en sus casas como en el hospital.
    —¿Cómo realiza esa ayuda?
    —Desde hace cuatro años que se abrió un comedor en la parroquia de San Roque, en unos salones de la misma, un grupo de mujeres íbamos para hacer bocadillos, para ofrecerlos, sobre todo, a inmigrantes que no tenían otro medio para alimentarse. Esto fue creciendo de tal modo que se pudo empezar a cocinar, por ejemplo, sopa. Después se corrió la voz y los donativos crecieron, por lo que se pudo hacer otro tipo de guiso. A tal extremo llegó la situación y las colas de los solicitantes crecieron tanto, que el propio obispo fue a la parroquia a interesarse por lo que allí se estaba haciendo. Lo que en principio era una tarea de preparación de bocadillos, se convirtió en todo un mundo de preparación de víveres que llegaban desde el banco de alimentos y desde donaciones particulares. Siempre se daba sopa y bocadillos y si había fruta o bollería, como complemento. Esta comida siempre se daba en la noche. Tras la visita del señor obispo, la parroquia cedió un local en la parte inferior de la iglesia y montaron un comedor, una cocina y una despensa donde se realizaba todo el trabajo. Allí se preparaban los alimentos, se cocinaban, se servían y luego se recogía y fregaba todo hasta el día siguiente. Éramos casi veinte mujeres, y la verdad, no dábamos abasto. Se hicieron turnos y cocinábamos tres mujeres de forma alternativa. Aquello siguió creciendo, cada vez éramos más gente y, con los donativos, se compró una cámara donde conservar los alimentos, todo a base de donaciones —particulares o de instituciones, como cajas de ahorro—. Todo era poco, pues el día que menos, se servían 150 raciones. Además, entró a formar del grupo una señora jubilada que siempre se había dedicado a la hostelería y, como es muy conocida en Jaén, todos los proveedores de alimentos nos llevaron cantidad de víveres. Se hizo un menú semanal, de forma que un día se ponía cocido, otro lentejas, macarrones, arroz con pollo, etcétera. Se hacía una verdadera comida, siempre acompañada de fruta y lácteos.
    —¿Cómo era la relación entre ustedes?
    —Un ambiente realmente extraordinario. Eran muchas horas de trabajo estando todos juntos y hemos compartido muchísimas cosas, no solo del trabajo, sino también particulares. He hecho muy buenas amistades.
    —¿Cuál es la situación en el comedor?
    —En la actualidad está muy bien. No faltan alimentos ni manos para prepararlos. Cada vez hay más gente colaborando. Algunos son verdaderos profesionales —un cocinero jubilado se incorporó al grupo y, claro, no se puede comparar sus guisos con los de mujeres que solo cocinaban para dos o tres en su casa, aunque todo está muy rico—. Además, una amiga mía me dijo este verano que en el comedor de las Hermanitas de los Pobres necesitaban ayuda, pues tenían muchos residentes y poca gente para atenderlos. No lo dudé y, como en la parroquia el comedor se cierra en agosto y éramos muchos, me fui allí. En las Hermanitas no cocinamos, siempre hay una monja y una auxiliar. Nosotras solo repartimos, recogemos y, desde entonces, ayudo a los ancianos a comer si no pueden hacerlo solos, pero, sobre todo, les hago compañía y charlo un ratito con ellos. Eso es lo que más necesitan estas personas, alguien que les anime y les gaste alguna bromilla. Esta es una tarea que me llena mucho.
    —¿Qué pedirías a la población de Jaén?
    —Que sean generosos. Todos tenemos muchísimas cosas que no necesitamos, ya que muchas necesidades nos las creamos nosotros mismos y no son reales. Te das cuenta cuando miras alrededor y ves a lo que otros tienen que enfrentarse día a día. También pediría a todos los jiennenses, y a los ciudadanos en general, que esa generosidad la amplíen a su propio entorno y a la familia. Ana Domínguez Maeso