Caretas canallas
Hará un par de años, una vecina vino a verme con un recorte de Prensa para que le escribiera la réplica que ella firmaría. Reconozco cierto gozo por mis desacuerdos con el autor al que contestar, un periodista identificado con el estilo de César González Ruano, el individuo que en el París ocupado engañaba a los judíos que procuraban escapar de la muerte pretendida por los nazis. La sorpresa fue la excepción: no me parecía desacertado lo suscrito en aquel texto.
No descalificaba con chistes la política progresista, tampoco desprestigiaba a los sindicatos ni lamía el trasero a la alta y rancia burguesía a la que se incorpora desclasándose. La vecina solo aportaba un argumento: “Estoy en contra de lo que escribe”, pero la contestación tenía que inventármela porque según ella ese es el oficio del escritor. Tuvo la picardía de alimentar mi vanidad, convencida de que para redactar basta con poner la yema de los dedos sobre el teclado y moverlos con cierta agilidad para que el texto aparezca en la pantalla del ordenador. No pude escribírsela. La lúcida Marguerite Duras afirmó “que antes de escribir no sabemos lo que vamos a escribir”, pero no es cierto ni tan sencillo como encender la luz de la habitación en la que se acaba de cometer una infidelidad. Hay que pensar el tema, sudarlo y producirlo, salvo que el autor siga consignas de cabeza ajena. Quizás el error de la vecina provenga de ver y escuchar a los tertulianos conservadores y los portavoces retrasistas que siguen las consignas fabricadas al amparo de fantasmales mercados. Saben que lo importante no es cómo son las cosas, sino cómo las percibe la sociedad y para conseguir que les favorezca marcan pautas de insistencia en la misma idea. Ahora, ponen mal todo lo público para privatizarlo, aunque no aminore el déficit porque lo privado lo costeamos todos sin participar en los beneficios. Descalifican globalmente a la política para que la sociedad perciba la conveniencia de gobiernos tecnócratas, obedientes con el capitalismo más duro; desprestigian los sindicatos de clase, culpables de que desapareciera la esclavitud que España mantuvo hasta llegado el siglo XIX, y culpan de todos los males a las comunidades autónomas para recuperar el centralismo de antaño. Son pretensiones que esperaban una crisis económica como la generada por ellos mismos para recuperar las que mantuvieron al iniciarse la transición democrática. Puede que fuera una exageración considerarla un ejemplo universal, pero no es el fracaso global que ahora quieren que percibamos con el aval de un Gobierno que aprovecha adversidades económicas para fulminar TVE, aumentar las subvenciones a la enseñanza privada, recortando la financiación de la pública y concertada, y quitarse caretas canallas como la de Gallardón.
J. J. Fernández Trevijano es periodista