Cantinela para la calor

Trae, cantinela, a quienes nos atormenta el paso de los días, la belleza del mundo, mucho más viejo que cualquiera de los que hoy lo habitamos, el buen aspecto que lució esta semana, recién lavados sus colores, los mismos que los de un paisaje pintado por Vermeer.

    23 may 2014 / 22:00 H.


    A mi niñez, aquella tapia coronada de cascos de botellas, el balón que se tragó la maleza de aquel solar minado de ratas. Al amor, sus excrementos y sales, el tedio de después y la impaciencia de sus vísperas, el placer de hacerlo al mediodía.
    A mis hijos, la laña de hierro de una rueda de molino partida, la soberbia de un rayo que reptase por mi ira y acabará pareciéndose a sus prepucios vírgenes.
    Al laberinto del arte, lo que lo destruya hasta confundirlo con la vida.
    A lo que hemos olvidado, la cabeza del verdugo, la que nunca perdona, decrépita como la muralla donde el jerarca apontoca el cadalso. A Chonita, la piel de la Niña Chole o una canción sin escribir cuya métrica memorizarán mis sicarios y cuyo título dará nombre a un juego de naipes prohibido. A mi madre, la bondad a la que puso nombre su paciencia de estrella, su belleza tranquila. A mi padre, la memoria que despierta en mis hijos el día de su muerte, a hombros su ataúd llegando al patio de San Juan, el desfiladero de las nubes de aquella mañana mirándose en el espejo roto de mis ojos, el silencio en que habita, más alto que la nieve de mayo en Ventisqueros, este canto que su historia jamás necesitará para nada.
    A las palabras del poder, el poder de esa palabra sin forma pero incapaz de mentirnos. A los mendigos de las puertas de las iglesias, el sueldo de los futbolistas de élite los años en que tampoco ganarán su copa de mierda. A las urnas, el voto de los indigentes de la democracia, el escombro y la mugre de un caserón que se derrumbara de pronto.
    A la farsa de la literatura, la venganza de la poesía. A los que nunca llegamos a nada, el comprobante de nuestro fracaso.
    Al teléfono que suena a medianoche levantando a los que duermen, la serenidad de los asilos, la luz de los hospitales, la humillación de las comisarías. A la arrogancia, la mirada amable del artista local que actúa en una asociación de vecinos ante jubilados y niños que no paran de reírse. A las leyes de explotación corregidas, aquel artículo que hacía la delación obligatoria.
    A los que hablan demasiado por teléfono con su gente, la semilla de un árbol cuyo fruto será una torreta de hierro.
    A mi mujer, las mitologías del amanecer junto a mi cuerpo desnudo.
    A la muerte, el arca que la contenga, los cuerpos de que se apropie con afán de salvarlos. A la aurora, el confeti pisoteado de las fiestas que terminan en las cantinas de los mercados con chicas desconocidas que hablan con uno a cambio de dinero.
    Al cómitre, su testamento de látigo, la empuñadura de cobre revestida de cuero donde su mano sudara, la derecha, a la que le falta el meñique.
    A mis miedos, sus siete caballos de bronce montados por jinetes sanguinarios dispuestos a morir sin hacerme factura.
    A los que pasan hambre, una libra de pan empapada de aceite y sal fina de mesa, ya a punto la saliva de sus bocas. Y a la desidia, el cadáver de un mulo flotando en la ciénaga, las aves carroñeras que aguardan la llegada del estío y el cazador que las acecha con munición de sobra apostado en los jarales.