Canciones de arrabal
Hace poco vi un anuncio de Cruzcampo en el que se presenta a Andalucía como una tierra habitada por seres felices y cerveceros, frente a un norte de frío, tonos grises y trabajo. Aquí, el dominio del sol y la sonrisa; allí, más allá de Despeñaperros, el chirimiri metiéndosete en los huesos camino de la fábrica.
Este planteamiento no está muy lejos de los chistes que elogian la vagancia de los sureños o de lo que Ortega y Gasset llamaba el ideal vegetativo de los andaluces. O de aquel eslogan, tan cutre, que muchos llevaban pegado en los cristales de sus coches: Andalucía, tierra madre de la vida padre.
Con más argumentos, Pío Baroja daba su visión de un norte de Europa compuesto por pueblos protestantes que tienen como ética el trabajo y que ocuparían lo que él llama el centro urbano de esa inmensa ciudad que sería todo el continente. Al mismo tiempo, en los arrabales del sur de Europa, se habrían asentado los pueblos católicos, tan tendentes al sentimiento como reacios a la ciencia.
De modo que, desde los anuncios televisivos a intelectuales como Ortega y Baroja parecen abocarnos al ocio y a la cerveza. Pero cuando pintan los bastos (o los puñales) de la crisis se nos cuaja de golpe la sonrisa. Con las cosas de comer no se juega ni con la falta de pan se fabrican hermosas leyendas de pueblos ociosos y edénicos.
Los arrabales de Europa son ahora los arrabales del paro y nuestros políticos se apresuran a construir un cancionero, enjundioso y populista, para contarnos en verso el milagro de la multiplicación celular de un mismo puesto de trabajo. Desde las elecciones del 22-M, asistimos a la aparición de un conjunto de coplillas de barrio con las que se ganaron alcaldías y gobiernos autónomos: boleros que versan sobre cómo el PP se sacaría de la chistera larguísimas listas de empleo; chispeantes rumbas que hablan de cómo los alcaldes convertirían sus municipios en fábricas prodigiosas; oscuros tangos que nos ilustran de cómo un hercúleo Zapatero habría derribado él solo, con la mera fuerza de sus brazos, el templo sagrado que cobijaba a cinco millones de trabajadores.
Sin embargo, mientras los nuevos copleros repiten sus estribillos sobre la multiplicación de los panes y los peces, los ayuntamientos que ahora rigen, lejos de crear empleo, están recortando puestos de trabajo. De modo que uno no llega a explicarse por qué la realidad es tan perversa que no quiere someterse a las letras de sus bulerías. Algo han debido de hacerle estos copleros a la realidad para que esta huya de ellos con el pánico en los ojos y, como las cabras, tire hacia el monte y se empeñe en encaramarse en cumbres tan altas como el derrumbe del ladrillo, la corrupción o la especulación financiera internacional.
Salvador Compán es escritor