07 may 2014 / 22:00 H.
El pasado domingo, 4 de abril, se exponía a nuestra consideración el pasaje evangélico de los discípulos de Emaús; aquellos dos seguidores de Jesús que, sepultado Éste, abandonan Jerusalén y se dirigen a su aldea de Emaús, tristes y desesperanzados, porque esperaban que fuera Cristo el libertador de Israel, y creían que todo había acabado con su muerte. ¡Cuántas veces, nosotros, cegados por el dolor, la angustia, el fracaso; cuando la vida nos golpea duramente, perdemos la fe y la esperanza en este Jesús salvador, que no duerme nunca, a pesar de su silencio y su aparente abandono, y le pedimos explicaciones, e incluso, le increpamos con dureza!. Cristo nos asegura que todo sucede para mayor gloria de Dios y nuestro bien. Cuánto más intenso es nuestro sufrimiento, Él está más cerca de nosotros. Nos reprende, como a aquellos discípulos, por nuestra falta de fe y de confianza en su Palabra, que nos ilumina y da respuesta a todas nuestras dudas e interrogantes. Jesús, sentado a la mesa con los mismos, en Emaús, bendice y parte el pan, dándoselo a comer; ellos le reconocen enseguida; y estos discípulos, cabizbajos y derrotados un rato antes, vuelven a Jerusalén, exultantes de alegría, convirtiéndose en fieles testigos de su Resurrección. A nosotros, nos invita Cristo a reconocerlo en su Palabra, en el Sacramento de la Reconciliación, y en el de la Eucaristía, a recibir su Cuerpo y su Sangre, por el que nos hace partícipes de su propia Vida, y nos pide que seamos sus transmisores entusiastas, en nuestro lugar y momento concretos. En nuestro caminar, en que abundan las dificultades y los problemas, resuenan sus palabras, como un bálsamo que nos envuelve y nos protege: “Venid a Mí todos las personas que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”.