Calle Pintor Carmelo Palomino
La columna de Molina Damiani de la semana pasada supuso para mí una doble pedrada. Primero, yo dejé de contar los años tras la muerte de Carmelo Palomino para que los aniversarios no lo redujeran a acontecimiento y me hurtaran la energía que de él vive en mí. Contar los años, uno a uno, solo sirve para someter a fecha lo que no tiene tiempo. Segundo, me golpeó el compromiso ridículo de escribir, con lo que tendría forzosamente que contradecirme.
Pero si no sacaba al aire lo que vive en la sombra —más poderoso que lo que se calla— me escocería. Todas las excelencias que se divulgan a bombo y platillo del difunto —porque en el fondo todo homenaje no es sino el ocultamiento de la fuerza que sobre nosotros ejerce lo que nos grabó en el inconsciente— son ficticias. Ponerle a una calle de Jaén “Pintor Carmelo Palomino” era reducirlo (someterlo) a pintor, para así echarlo más fácilmente en el olvido y lavar así la conciencia. Los que vivimos de cerca las sacudidas de su temperamento, sabemos que su muerte supuso, para muchos, un alivio: aliviar la conciencia de no tener que coexistir con alguien que impedía, a unos, llevar una vida decente por principios artísticos y obligaba a, otros, a reconocer su culpa por llevarla según los principios morales. Carmelo Palomino estremecía el alma colectiva. Los juicios a los que era sometido desde todos los flancos demuestran la impotencia que sufrían aquellos que no podían soportar la imagen que colgó en los espejos de un Jaén traumatizado por tanta claudicación y complaciente en la mitificación de sus propias represiones. En la culpa por la resignación creen encontrar el consuelo. Carmelo Palomino removía todo eso. Su relación con el arte, el amor y el sexo, el alcohol, las drogas, la Iglesia, los tugurios y los palacios era admirada, tolerada y repudiada. Un juicio “sottovoce” yacía siempre condenándolo a genio depravado y a villano ungido por los dioses, cuando él estaba fuera de todo juicio. Daba un salto y se salía del mapa. Una conciencia que lo superaba lo convirtió en una bomba casera de neutrones andante por las calles de Jaén, siempre a punto de estallar, en estado continuo de tensión, un mecanismo con un exceso de energía comprimida tal que no dejaba ni lo dejaba respirar. Algo así certificaron los médicos. Incluso sin estallar, los destrozos siguen siendo cuantiosos. Ponerle a una calle su nombre no palió el resentimiento de las víctimas.
Guillermo Fernández Rojano es escritor