Cabeza borradora
Uno de los primeros recuerdos que tengo es el de la cabecita del general Franco, ya anciano, asomando por la ventanilla del techo de un imponente coche negro, saludando con su mano temblorosa a un público gris arremolinado en el Paseo del Prado de Torreperogil al paso de la comitiva, desapareciendo luego dentro del vehículo que enfilaba con presteza la carretera camino de la Sierra de Cazorla, en la que le esperaban las truchas y los ciervos. Aquella imagen que no consigo colorear ni a la que logro poner sonido, tiene sin embargo una fuerza muy grande, como la de los olores, los ojos o las manos de la primera infancia.
Al morir el dictador, hace hoy exactamente treinta y ocho años, pensábamos que su espectro no lograría atravesar las toneladas de granito que le colocaron encima y que una sociedad como la española conseguiría ir borrando su recuerdo para dejarlo pronto en el limbo de la historia donde yacen generales y mandamases de los que nadie se acuerda. Pero no, Franco ha ido apareciendo de manera sistemática en la política española a pesar de haberse aprobado muy poco después una de las constituciones más avanzadas del mundo y de haberse producido una especie de revolución de las costumbres, impensable años antes. Tuvimos que transformar los resortes más anticuados del Ejército y sufrir incluso un intento de golpe de Estado, tuvimos que ir aprobando leyes que modificaron hábitos incrustados en las conciencias más tercas, pero no hemos conseguido desprendernos del aliento franquista en nuestros cuellos. Hoy, casi cuarenta años después, reflorecen como setas periódicos y televisiones con un tufo muy carca, ciertos sectores de la judicatura siguen anclados en el pasado y la jerarquía de la iglesia es directamente reaccionaria. Es terrible comprobar después de tanto dolor, de tanta angustia, como un buen número de españoles sigue esperando que se haga justicia con los que padecieron la cárcel o la muerte bajo el yugo de la dictadura, se les quita el polvo a las banderas y a los símbolos, se cuelgan viejos retratos y el viento de los fascismos recorre Europa. Ahora quieren sacar los restos de Franco del Valle de los Caídos y enterrarlos en una tumba privada como si al cambiar unos huesos de lugar se pudiera hacer desaparecer una ideología tan funesta igual que desaparecía aquella mano temblona por la ventanilla superior de un coche camino de la sierra.
Luis Foronda es funcionario