Arriba y abajo

Existe un hueco en nuestro sistema educativo que no se acaba nunca de rellenar y que, ahora, con la nueva ley de Wert, se ahondará hasta una profundidad que puede ser irreparable. Me refiero a un hueco que excede al recinto de la escuela y que pone en desventaja a muchos alumnos, como si tirara de ellos hacia la desgracia, si provienen de familias con deficiencias culturales.

    03 nov 2012 / 09:48 H.

    Unos padres cultos suponen para sus hijos una enciclopedia ambulante, aulas que no echan el cierre, emulación continua, y directrices y compañía para desbrozar el conocimiento. Por el contrario, los alumnos que provienen de familias que no han accedido a la cultura solo tienen a mano la soledad y su condición de nadadores a contracorriente. 

    Una causa, y no menor, para que Andalucía aparezca tristísimamente destacada en el abandono y en el fracaso escolar, así como en las evaluaciones de PISA, reside en que muchos de nuestros alumnos viven en un contexto familiar que no puede ayudarlos. No estoy hablando de familiares despreocupados sino de familiares impotentes. Hablo de padres que no han tenido más opción que la pobreza y la ignorancia. Personas a quienes, históricamente, una sociedad brutalmente clasista les negó la cultura y los redujo a una enconada sobrevivencia.

    En 1919, el estudio de Luzuriaga situaba la tasa de analfabetos andaluces en 67%; hoy, estaremos muy próximos al 4,5%. Aún mucho, porque una sola persona analfabeta equivale a una denuncia a toda la sociedad y porque hay un gran grupo de conciudadanos que no tienen estudios o solo los tienen primarios. Si, además, nos atenemos al porcentaje de andaluces con capacidades para apoyar el aprendizaje de sus hijos, la cifra ya toma tamaño de drama, de ese hueco del que hablaba al principio y que el sistema educativo solo podría paliar con una reforma de profundo carácter social.

    Sin embargo, retrocedemos en este aspecto fundamental. La Logse tuvo la bondad de extender la enseñanza haciéndola obligatoria y gratuita hasta los 16 años,  pero se frustró al reducirla a una fachada con unos inspectores especialistas en encalar, con risibles Pruebas de Diagnóstico o con la esperpénticamente llamada Ley de Calidad, que solo suponen artimañas calculadas por la Consejería para que la estadísticas suplanten a la realidad y tapen un rotundo fracaso escolar. Ahora, que corren tiempos infames para los pobres, la ley de Wert quiere elevar la calidad educativa pero mermando la pública a favor de la concertada, lo que significa dejar en la cuneta a quienes nunca han llegado a pisar el asfalto. Con Wert, los irredentos de siempre, los que provienen de familias sin estudios, se quedarán más a la intemperie que nunca y se alejará sin remedio la posibilidad de un sistema educativo nivelador. 

    La brecha que abrirá el ministro para hundir más a los de abajo tendrá (como decía Quevedo) la grandeza de los pozos, que son más grandes cuanto más tierra se les quita.

    Salvador Compán es escritor