ANDRÉS GARCÍA.- Una vida repleta de amor para los más desprotegidos
Video.- Amaos los unos a otros; como yo os he amado”, dijo Jesús. Palabras que recoge su joven discípulo Juan, en el Nuevo Testamento. Un nuevo mandamiento con el que el Hijo de Dios abrió el camino de la esperanza, de la fe en el propio ser humano. Una auténtica revolución que trasciende lo meramente físico para “encarnarse” en lo espiritual, pero que se materializa en personas, con tal fuerza, que traspasa fronteras. El amor: Un sentimiento, una forma de vivir, un mandamiento cristiano, una persona: Andrés García Fernández. Un jiennense que quiere al ser humano: con sus virtudes, con sus extravagancias, con sus miserias o con sus ilusiones. Un discípulo de Cristo que es feliz mostrando caminos a los más pobres entre los pobres, que se olvida hasta de sí mismo, de su cuerpo, para alimentar su alma en un segundo plano. La discreción, la humildad y la compresión viajan con él en cada rincón del mundo para levantar edificios con el ladrillo del amor.

Sacerdote de vocación y misionero por necesidad vital, Andrés García guardaba en su corazón un tesoro que tardó poco en relucir. Era un niño que irradiaba una gracia especial, pero, al mismo tiempo, por su propia naturaleza la encauzó hacia una senda dirigida a los más necesitados. Se formó en el colegio de los Hermanos Maristas de Jaén, para luego continuar sus estudios en el Instituto Virgen del Carmen. “No solo fuimos compañeros de habitación en nuestra casa, el Andrés —dice su hermano Antonio con un tono claramente familiar y cariñoso— era mi confidente, yo soy su hermano mayor, aunque solo nos llevamos catorce meses”. Una relación fraternal que se extendió hasta el punto de compartir grupos de amigos, incluso clase en el instituto o momentos deportivos. “Andrés fue un gran amante del deporte. Practicaba judo, —llegó a cinturón marrón— y también estuvo federado en balonmano, en cuyo equipo fue portero. Otras veces íbamos a correr juntos”.
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Un chico sano físicamente, responsable y creativo: “Recuerdo que le gustaba dibujar y lo hacía realmente bien”, apunta su hermano menor Ángel Luis, quien indica que es su padrino de Confirmación. Estaba escrito en su ADN. Andrés estaba destinado a servir a los demás, a los pobres, a los marginados, a los excluidos. Por eso, prestaba atención a indigentes que recorrían las calles de Jaén o ayudaba a quienes eran insultados por otros. “Me acuerdo que cuando se encontraba al conocido Piturda, que iba con otro hombre que llevaba un carro de cartones y chatarra, los acompañaba hasta la chatarrería y les llevaba la mercancía”, dice Antonio. Y es que su ilusión, su objetivo tras la selectividad era estudiar Medicina. Estaba claro que ya había tomado la dirección definitiva. Sin embargo, en esa etapa de la vida en la que se empuja al joven a elegir su camino, Andrés García confesó a su hermano una de las grandes determinaciones que marcarían su vida. “Antonio, quiero ser sacerdote. Ayúdame a decírselo a nuestros padres”, le dijo en la intimidad de su habitación.
La etapa del seminario —donde sus compañeros llegaron a llamarlo “Padre Damián”, por su incesante labor de atención a los demás— alumbró la llama del amor que siempre guardó y lo reforzó en conocimientos para estar más cerca de Dios, su mentor, su fuerza, su alimento. “Era un seminarista ejemplar, en la abnegación y en el sacrificio, tiene un corazón muy grande”, afirma con claridad el que fuera su profesor, el sacerdote Pedro Cámara. “Un hombre de una humanidad excepcional, con una gran capacidad de entrega y generosidad. Sencillo”. Pero el corazón de Andrés ya le empezó a palpitar con fuerza porque sabía que pronto tendría que emprender su gran empresa: ser misionero. “Es muy calmado y equilibrado, pero lucha a saco por sus objetivos. Y no se da por vencido”, dice Ángel Luis. Por eso, cuando conoció a los misioneros de la Consolata lo vio muy claro. En sus últimos años de Seminario cerró su formación en Italia, concretamente en Vittorio Veneto, y realizó la tesina sobre la moral en Roma. En 1996 fue ordenado sacerdote en Jaén, ante el orgullo y satisfacción su familia. Pero la vida en la parroquia de su ciudad, que respetaba y amaba, no era su camino. Por lo que, tras tres intensos meses en Canadá para aprender francés, García cumplió su gran sueño de ir a la misión a Costa de Marfil. Allí, en el cuerno de África y rodeado de la más absoluta miseria, el jiennense sintió que su alma estaba en la más absoluta paz. Una paz que, por otra parte, siempre la lleva como un halo protector y que transmite a quienes tienen la suerte de entablar conversación con él. Después de la experiencia en Costa de Marfil, donde apenas estuvo tres años, retornó a España, a Elche, donde se integró en las comunidades de inmigrantes —en esta ocasión aprendió árabe. “Domina los idiomas con gran soltura”, dice Antonio—.
Dice su hermana mayor, Ana, que es un enamorado de la Iglesia desde el servicio, por eso nunca les ha extrañado que se mantuviera firme en su camino como misionero. “Te escucha, te acoge y no tiene reloj para nadie. Pero Andrés es, sobre todo, un hombre de oración y con un gran sentido del humor. Y, por supuesto, es cura, como un instrumento del amor de Dios, que por tanto cura las heridas de los demás”, apunta Ana.
Integrado en la Consolata al cien por cien, el jiennense es destinado, en 2003, a la República Democrática del Congo. País hermoso, por su naturaleza y por la pureza de sus habitantes. Allí, entre la riqueza de una selva salvaje se hallan varias tribus, entre las que se encuentran los pigmeos. Una comunidad minusvalorada principalmente por sus características físicas, pero que, al mismo tiempo, les permiten adaptarse a la selva.
Su compromiso con los más necesitados le permite viajar a España cada tres años, por lo que este verano podrá volver a ver a su familia y amigos. Además, las comunicaciones con el exterior son prácticamente escasas. No obstante, el jiennense pudo atender telefónicamente a este periódico para recibir, por parte de su director, Juan Espejo, la noticia de su Premio Jiennense del Año en Valores Humanos. Tras un viaje de nueve horas y media, en el que tuvo que recorrer 146 kilómetros desde su poblado hasta Isiro, esa voz tranquila y pausada de la que sus allegados siempre hacen mención, Andrés García manifestó su alegría desde Isiro, en el corazón de África. “Estoy muy contento, porque creo que, más que a mi persona, habéis valorado la misión, el trabajo que se hace con los pueblos marginados y la idea de ‘ese otro mundo es posible”, manifestó. Sus palabras emanan felicidad, pero también preocupación por la situación de gran desigualdad que vive el pueblo pigmeo. De todos modos, aunque su labor en la misión centra su vida, reconoce que también necesita momentos para recomponerse. “Una hora, dos horas, una noche, una tarde de perderme, estar en silencio y buscar mis raíces que son mi tierra. Recordar los tiempos que viví en mi tierra, el camino de fe y experiencias, las personas que me han acompañado, la familia, los pilares que sostienen ese caminar y que no vienen de mí... Yo no soy nada sin todos los que me han hecho como soy, y ahí está Jaén, mi familia, la Iglesia, mis amigos, y está el Congo, y Costa de Marfil, y todas las personas y los países por los que he pasado y a través de los cuales creo que me he salvado a mí, es decir, que Dios me ha trabajado a mí. Estoy aquí porque necesito crecer”. Diana Sánchez Perabá