ANA ISABEL LOZANO MENDOZA: "No veía futuro alguno y me alisté en la Armada"

MARÍA POYATOS
En la Marina española desde hace casi diez años, Ana Isabel Lozano Mendoza ha sabido hacerse su hueco en el que hasta hace no tantos años era un mundo de hombres, el Ejército. Eligió esta opción casi por casualidad, más guiada por anécdotas que por reales convicciones. Pero, tras cuatro meses de formación y muchos entrenamientos a sus espaldas, esta ibreña ha experimentado en primera persona, y sin remordimientos, lo que significa la dura disciplina que exige un cuerpo que representa y que defiende los territorios de su país. Desde la cubierta de un barco, su puesto de trabajo, ha recorrido mundo, ha participado en numerosas misiones de paz y ha combatido el crimen organizado.

    18 ago 2013 / 09:26 H.

    —¿Desde cuándo trabaja en la Armada Española?
    —Soy militar desde el 3 de septiembre de 2003. Me decidí a entrar porque no me gustaba mucho estudiar,  quería comenzar ya a ganar mi dinero y por Ibros y alrededores no veía ningún futuro. Amigas de mi pueblo se habían alistado un tiempo antes y, por las cosas que me contaban y la información que me llegaba, me empezó a resultar interesante y lo comencé a valorar como una opción de trabajo.
    —¿Cuál ha sido su andadura desde ese día de septiembre?
    —En un primer momento tuve que irme a Ferrol. Allí está la escuela de especialidad, y viví allí unos cuatro meses. En poco tiempo elegí la especialidad en artillería y misiles y justo después el destino. En un principio, escogí esa especialidad porque era donde se encontraba mi amiga. Además, la maquinaria no me gusta, vivir rodeada de motores, con tanto calor, no ves la luz del día… Y, sin embargo, disparar sí que me llamaba la atención, trabajar con misiles y todo eso. Te enseñan a usar muchas armas, cañones, lanzadores de misiles, pistolas clásicas de fogueo, etcétera, además de a armarlas, desarmarlas y mantenerlas en el tiempo. Elegí San Fernando como primer destino y me destinaron a un patrullero en la zona del arsenal de la Carraca, donde permanecí seis años, hasta que lo dieron de baja de la Armada por viejo. Y después me destinaron a la base naval de Rota, donde se encuentra la flota de aeronaves. Y desde entonces no me he movido.
    —¿Qué es lo mejor que ha sacado de su experiencia en la Armada?
    —Lo mejor es la gente que te encuentras en el camino: compañeros muy buenos, que intentan mantener el contacto aunque pase mucho tiempo sin que los veas. Hay gente que conocí en mi primera etapa en Ferrol, que se quedaron destinados en Galicia, que hoy día me sigue llamando y que hace por verme si paso por allí con algún barco. Te llevas muchos amigos. Y conoces lugares a los que en la vida pensarías que irías, que por tu propia iniciativa no conocerías por el mero hecho de la lejanía y la falta de recursos. En alta mar siempre ves paisajes bonitos, atardeceres y amaneceres que no podrías disfrutar en otros casos. Estambul es la ciudad que más me ha gustado de todas por las que he pasado, y luego las costas de Cádiz, toda la zona de Caños, Barbate, el Estrecho… Y me quedo con  Menorca y Mahón de las islas Baleares.
    —¿Dónde se desarrollan sus misiones?
    —Me he movido, y me muevo, por todo el Mediterráneo hasta los territorios de Turquía, encargándome básicamente del mantenimiento de los aviones, para asegurar que funcionan perfectamente, llevando un régimen distinto a la dotación del barco. Siempre participamos en misiones de paz y humanitarias, España es como una ONG en ese sentido. Yo me siento muy realizada en este puesto. Compañeros míos llegaron a ir a la misión del tsunami de 2004, por las cosas del Indonesia, Sri Lanka y Tailandia, a atender a los enfermos y a los heridos, además de a reconstruir poblados y a llevar alimentos y medicinas.
    —¿Algo que le asuste?
    —Hemos hecho misiones por el Estrecho con el patrullero, relacionadas sobre todo con el narcotráfico o la intercepción de pateras de inmigrantes. Hay veces que hemos perdido a algún compañero en el agua, y también teníamos que ir a buscarlo. Una vez pasé un poco de miedo, porque en el Estrecho había un gran temporal, con olas enormes, y navegábamos en un barco muy pequeño. Sufres cuando ves que se cae un compañero, porque piensas que podría pasarte a ti también. En estos diez años, he visto morir a pocos, por suerte. Un sargento primero, compañero conocido, murió en una misión cerca de las islas Seychelles de un ataque al corazón. Otros cinco compañeros fallecieron en un helicóptero de la tercera escuadrilla, se estrellaron contra una roca debido a un banco de niebla que les impedía ver con claridad.
    —¿Y lo peor de su alistamiento?
    —Lo peor es que echas mucho de menos a la familia, estar lejos de los tuyos y construirte una nueva vida en otro lugar. Y no es mi caso, pero muchos compañeros se marean bastante cuando el barco se mueve a causa de los temporales. Nunca antes había montado en uno, pero no le tenía demasiado respeto. Si no te mareas muy seguido, al final te acabas acostumbrando. Aunque a mucha gente, después de 20 o 30 días en alta mar, le cambia el humor y los demás lo notamos. También tengo amigos que lo han tenido que dejar porque no soportaban tanto zarandeo.
    —¿Está contenta con el camino que escogió?
    —No me arrepiento para nada. Viendo cómo ha avanzado el país desde el año en que decidí entrar en la Armada, con tantos millones de parados, con las escasas opciones laborales y demás, yo me siento casi una afortunada, porque todos los meses tengo mi sueldo, me dan pagas extras, me facilitan una sanidad privada… Gracias a Dios, puedo ir tirando. Si no me hubiese sentido cómoda haciendo esto, podría haberlo dejado y buscar otra opción, intentar seguir estudiando o dedicarme a encontrar un trabajo en Jaén, cerca de mi familia y de mis amigos. Pero sí que me siento realizada y satisfecha con mi decisión. Sigo con el rango que adquirí al comienzo, el de marinero. Y aunque he tenido, y sigo teniendo, la posibilidad de ascender, he preferido dejarlo aparcado para poder atender mucho mejor a mi familia y a mi hijo.