Amaestrar el odio
No son creíbles las personas que aman a todos y a todo, porque no es amor ese sentimiento que pretende abarcar en un mismo abrazo al verdugo y a la víctima, al fruto y a la plaga que lo destruye. Habría que desconfiar, por ejemplo, de los medios que cantan sin matices las excelencias de Andalucía olvidando que tanta miel tapa injusticias y carencias y la consiguiente posibilidad de corregirlas para avanzar hacia la verdadera excelencia.
No se puede construir sobre ruinas sino sobre la destrucción de las ruinas, sobre solares limpios, del mismo modo que la negación es previa a la afirmación o, dicho de otro modo, no se puede amar sin odiar a lo que niega ese amor.
Sin embargo, el odio es un sentimiento descompensado y tan autónomo que se rebela apenas nace y, como un bumerang, traza una curva para regresar al origen y golpear a quien lo ha generado. Es una idea que me acude siempre que hablamos de memoria histórica y observo cómo los familiares de republicanos que tuvieron una inhumana muerte de cuneta se han debatido en esa fina frontera de los sentimientos encontrados, y han conseguido amaestrar el odio, cargarlo de razón, convertirlo en algo tan limpio como la restitución o la justicia.
En 1980, a Iñaki García Arrizabalaga le asesinaron al padre, delegado de Telefónica en Guipúzcoa. Fueron los gángsteres de ETA, de un tiro en la nuca, al cobijo del monte Uría. Hace poco, un etarra arrepentido eligió a Iñaki para pedir perdón. Consiguió una entrevista con él, una especie de confesión laica con la que buscaba quitar peso a su conciencia, quizá sueño u olvido. Arrizabalaga también se vio envuelto en la incompatibilidad entre el amor al padre y el odio al asesino, hasta que encontró la frágil soldadura que los unía. Venció la repugnancia y oyó las ridículas razones del asesino: el entorno, le dijo, fue lo que lo llevó a matar. Se crió en ese clima de amor a la patria vasca y de odio a lo que creía que la negaba, la otra patria mayor de España. Mató por hacer libre a un territorio que, sin embargo, desde el final de la dictadura, ya era libre. Así de banal es el mal: se comete un daño irreparable sin ni siquiera causas para cometerlo.
Arrizabalaga explicó que fue a la entrevista no movido por el perdón sino por la sobrevivencia, porque el odio hacia los verdugos podría hacerle transpirar odio el resto de su vida. Se relacionó con su odio quizá de la única forma posible: humanizándolo, mirándolo de cerca, sabiendo que el odio es nuestro como es nuestra la sombra que proyectamos, pero que se puede odiar más al propio odio que a quien lo ha producido y amaestrarlo con la misma mano tozuda con la que desinfectamos una y otra vez una incurable herida.
Salvador Compán es escritor