Al principio fue la voz
Leído mi libro 'Úbeda: Hombres y nombres', Rafael Ortega y Sagrista, luego de felicitarme por correo ordinario, en la revista 'Gavellar' me honraba escribiendo un artículo sobre el mismo que, al llegar a 'Oficiosos de ayer', dice: 'El capítulo dedicado a los oficios de ayer es muy interesante. Lástima que no haya recogido más'.
Tenía razón porque los oficios de antaño eran interminables, entre ellos y para mi recuerdo, el de lañador. Era, en mi niñez, así: ¡El lañador! ¡Se lañan lebrillos, macetas, orzas, tinajas, bacines! Un remedio barato para aprovechar los cacharros viejos y ahorrar dinero. El lañador que yo digo, era escuálido, alto y sin carnes, como un junco porque así lo parió su madre y recorría las calles con un cajón con correa de cuero a la bandolera, y apestaba a tabaco verde y a almizcle. ¡El lañador! Un día que yo lo vi, le llamó a su puerta una mujer rolliza con un puchero que habría guisado más de un cocido y con una raja desde el cuello al centro de la barriga. Luego el lañador, hecho su trabajo, se marchó calle arriba sin otra publicidad que su ronca voz de aguardiente. ¡El lañador! Su grito ofreciendo su artesanal trabajo, su gesto, eran la lírica para el escenario del barrio que le escuchaba. Oficio que era heredado entre familia. Además, estos honrados buscavidas, con la mano puesta en la boca, hacían que su pregón se oyera lejos porque la propaganda de papel y a la imprenta, aparte de que no era un oficio para tales lujos, ni queriendo se la podía permitir con ganancias tan exiguas. A lo mejor por esto. El humor de los lañadores tenía sus asperezas y a la voz daban su importancia como la primera publicidad del hombre. Y su distracción al paso, un “chato” de vino en la taberna más menesterosa. Desconocían por tanto el efecto económico de los anuncios, pero con oculta tirria, miraban los pósteres variopintos. (No me hace gracia este adjetivo, pero como alude a diversidad de colores, y el color, el que sea y mejor el de las flores, me absorbe). Desafortunados anuncios, zotes en ocasiones que hoy sin embargo se imponen porque de alguna forma hay que anunciar que aquí hay dinero y las intenciones son recogerlo multiplicado. La mujer despabilada, con euros, sigue la publicidad de los sitios de “trapitos” porque, lo mismo experta, desea vestir sin imitar y sin que la imiten. Day Radoliffe, con quince años, guapa, y rica, la piropearon por primera vez y esta fue su perdición. Compró la ropa más cara y se paseó por populares avenidas y, al llegar a su casa, la mansión Cherrybam de Gray Niak, el coche iba forrado de paquetería femenina. Fue tan despilfarradora, que no le hubiera importado vender un camión de bombonas de butano para comprar una caja de cerillas. Se llevó espléndidos modelos de la casa Kavi Watsera, de París y, al final fue tal el dinero que derrochó, que el descrédito la hizo indiferente.
Ramón Quesada Consuegra es escritor