Al colectivo Trepabuques
Pedro Antonio López Yera desde Jaén. Gracias Trepas, por estas palabras de ánimo. Desde 1979 esta ha sido la primera vez que no he podido empezar un curso con 'mis niños' y, creedme, eso me ha dolido casi más que la propia enfermedad. Nunca me tocó premio alguno en loterías ni juegos y, sin embargo, me ha caído una de esas enfermedades raras que solo afectan a uno de cada ciento y pico mil personas en el mundo.
Una enfermedad caprichosa y sin pautas que te va “queriendo” poco a poco afectándote a la vista (pasas a ver el mundo doble, con todo lo que eso conlleva), a la voz (dándote una prestancia a lo “chiste de Arévalo” que solo un golpe de buen humor, de resignación y de tirar “p´alante” te permite superar) y, finalmente, a la musculatura de todo tu cuerpo serrano. Un día notas que te cuesta trabajo tragar, otro parece que cualquier líquido que intentas beber intenta salir por la nariz. Lavarte los dientes es un suplicio; masticar, a veces, otro mayor. Y mientras la vida va circulando a tu alrededor aunque te cueste trabajo alcanzarla. Lo que ha sido tu vida en las últimas tres décadas, la enseñanza, tiene que quedarse aparcada en la orilla del camino. Y ves que cada mañana no te esperan las ilusionadas miradas de veintitantos niños y niñas. Miras hacia adelante pero no te reflejas en los ojos de un chaval que te interroga con su gesto. Es duro abandonar el aula cuando ese ha sido tu motor, tu vida. Cuando tu clase parece llenarse de cincuenta y pocos niños —repetidos— cuando intentas hablar con ellos y tu voz no te responde, algo se rompe dentro de ti. La diplopia, la disartria, la ptosis y otras amigas más pasan a acompañarte en lugar de tus alumnos pero sabes que, con ellas, el proceso educativo será infructuoso. Avanzan hasta anularte y solo te queda la esperanza de que alguien saque de su chistera de investigador algún avance nuevo que solucione tu congoja. Tus tostadas de cada día llevan como guarnición un surtido de grageas, comprimidos, cápsulas y pastillas multicolores que dicen arreglarte un síntoma mientras te destrozan algún recóndito mecanismo interno. Un día crees ver bien y te lanzas a la aventura. Descubres que la realidad sigue siendo como antes, aunque a ti te parezca todo diferente, pero como buen espejismo, la miastenia te tira de las orejas y te hace volver al redil, ese lugar en que todo es distinto y que juega contigo hasta la extenuación. Gracias, amigos del Colectivo Trepabuques. Vuestros ánimos me han llegado muy dentro. Intentaré seguir adelante. Un abrazo de esos “urbi et orbe” para todos vosotros y vosotras.