Ahora sé que existe Dios

De pequeños nos enseñaban que teníamos que ser buenos, que no teníamos que decir mentiras, ni robar, ni decir palabrotas, que a los niños buenos Dios los quería y los premiaba, mientras que a los malos no los quería y los castigaba. Nos explicaban cuentos, fábulas, leyendas en donde había malos y buenos; por supuesto que los malos siempre terminaban mal mientras que los buenos acababan bien como el cuento de Cenicienta o Blancanieves o quizás, un cuento que a mí me contaban sobre niñas, una mala y la otra buena; la niña buena se desprendía de todo lo que tenía para dárselo a los demás y ayudaba a todo el mundo, entonces le salió una preciosa estrella en la frente que cuanto más se la frotaban más brillaba.

    16 oct 2015 / 10:15 H.


    En cuanto a la niña mala que no daba nada a nadie ni ayudaba a los necesitados, le salió un rabo de burro en la frente que cuanto más se lo cortaban más le crecía.
    Nosotros, los niños, no teníamos miedo porque sabíamos que éramos buenos y que nunca nos saldría el rabo de burros; pero dentro de nuestra ingenuidad, de vez en cuando nos mirábamos al espejo a ver si nos brillaba algo en la frente.
    Asi pasábamos la niñez, y un día alguien nos decía que nos olvidáramos de los cuentos porque los cuentos, cuentos eran y la realidad era otra cosa; empezábamos a recibir golpes, desengaños, desazones y nos dábamos cuenta de que la vida era dura y de que había que ser duros e íbamos escuchando frases hechas como: —No puedes ser bueno. —De los buenos todo el mundo abusa. —De bueno a tonto sólo hay un paso. Claro, intentábamos ser malos y la mayoría lo conseguían, pero a otros nos costaba más, no es que pudiéramos, que no valiéramos, que sí que valíamos pues el diablo estaba siempre ahí para darnos el empujoncito, pero es que nosotros a la hora de la verdad siempre encontrábamos una excusa para no hacer daño a nadie, para hacer el bien, para dar lo poco o mucho que teníamos, para echarle una mano a alguien que se hundía y sufríamos por lo injusto de la vida, porque no sabíamos pasar de los sufrimientos ajenos. Éramos buenos por convicción, por naturaleza, sin más, sin esperar nada a cambio, simplemente éramos así. Y un buen día, de repente, de sorpresa, empezábamos a notar que algo nos brillaba en la frente, en los ojos, en el rostro, a nuestro alrededor ¿Qué era? Eran estrellas, estrellas por todas partes y nos encontrábamos dentro de una nube de estrellas. Era el resultado de nuestras buenas obras, la recompensa por nuestros sufrimientos por el dolor de los demás. El resultado de caminar por la vida honradamente. Entonces gritábamos al viento al mar, al mundo entero: ¡Sí que existen estrellas!, ¡Sí que existe la luz! ¡Sí que existe Dios! Ahora sé que existen las estrellas, ahora sé que existe Dios.
    ARACELI CONDE ROMERO / ALCAUDETE