25 mar 2014 / 23:00 H.
Ya no sabe uno cómo mirar a esta ciudad para seguir enamorándose de ella. Hasta ahora, hacía de mis tripas corazón y, al degustarla con los pies, suplía la incomodidad de sus suelos descarnados y sucios con la belleza de sus fachadas y el saludo afectuoso de sus gentes, creyendo que arriba, sobre el paladar de la mirada, estaría el paraíso urbano reservado para los ojos de gran altura: buenas vistas, tejados irregulares, circuitos aéreos de aves inquietas. Desde que he visto lo que veía la vecina Carmen Aguilar desde el tejado de su casa, ya sé que no: hasta ayer he soñado con vivir en un piso alto, que me alejara de los indiscretos asfaltos sucios y ruidosos y me asomara a remanso de quietud. Desde que sé lo que ve esta señora desde su casa en la calle Almendros Aguilar, tengo vómitos de vértigo: tejados hundidos, paredes agrietadas, abismos precipitados, vigas dislocadas, construcciones en metástasis contagiosa, carroña para águilas y buitres del urbanismo. El auténtico infierno que vive el casco antiguo no está solo en lo que se ve, sino en la procesión que acarrea por dentro.