Tú me enseñaste que “Dios es humor”

21 nov 2019 / 08:00 H.
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Hay veces en las que parece que el Creador olvidó dibujar una mueca de tristeza en algunos rostros, solo puso la sonrisa. Y uno de esos rostros fue el de un hombre sencillo, llano, pobre y entregado, nacido en Los Villares hace 89 años. Hablo del sacerdote diocesano Antonio Higueras Armenteros, que nos dejaba el pasado día 18 y recibía un “adiós” que sonaba a un “hasta pronto” en la parroquia de su querido pueblo, después de más de sesenta años entregado al servicio de la Iglesia de Jaén, ya fuera entre los cristianos de Sorihuela del Guadalimar o entre los nuevos colonos, tan diversos, tan alejados de la fe, tan religiosa y políticamente incorrectos, de Campillo del Río, pedanía de Torreblascopedro. Y de forma asombrosamente ejemplar vivió su sacerdocio en la capital, primero, entre las clases acomodadas en la parroquia del Sagrario, junto a ese culto y gran sacerdote marteño, Manuel Caballero Venzalá; después, entre las clases pobres, en la parroquia de Santa María del Valle; y más tarde, cuando ya sus ojos le impedían ver correctamente, eran sus manos las que acariciaban a los enfermos del Hospital, sus oídos los que escuchaban largas horas en el confesionario y su boca, rubricada con esa risa blanca, fuerte, argentina, la que hablaba para, siempre, alentar y consolar. Durante el curso 1981-1982, junto a compañeros como mis buenos amigos Andrés borrego y Francisco Juan Martínez Rojas, actual vicario general, fui asignado como diácono en prácticas a la Parroquia del Sagrario. Allí, junto Manuel Caballero y Antonio Higueras, un binomio realmente asombroso, aprendí, de uno y de otro, el valor de las palabras de san Isidoro de Sevilla. “La ciencia sin fe hace a los hombres orgullosos, y la fe sin ciencia, los hace inútiles”. De don Manuel aprendí la pasión por Jaén desde la ciencia; de don Antonio, la pasión por los pobres desde su estilo de vida sacerdotal cuajado de sencillez, alegría y, sobretodo, de sentido común. Cuando ya uno empieza a ver cómo se van quienes tanto le enseñaron y a quienes consideró maestros, solo nos queda la memoria agradecida y la confianza de que nuestros nombres se los llevan con ellos al cielo. Antonio, amigo, maestro y hermano, cuenta con mi oración agradecida al Señor de la gloria por tu vida y ejemplo, por intercesión de la Virgen del Rosario, patrona de tu pueblo y del mío, después de tu marcha.

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