“Siempre complementaba su vida familiar con la
entrega a los demás”

22 sep 2019 / 08:00 H.

Siempre he escrito sobre el voluntariado, un capítulo fundamental de la humanidad y una vivencia trascendental del ser humano que se completa con las notas de la generosidad y altruismo. Para algunos, el voluntario desborda el parámetro de medir el comportamiento de los seres vivos, porque supera la concepción egoísta del hombre y lo eleva a la categoría de lo social. Y lo hace con el argumento de tejer la convivencia de los tejidos sociales con las manos de la solidaridad. Este es el caso de Antonio López Martín. Desde que lo conocí, siempre complementaba su vida familiar, en la que se integraban su mujer Estrella y sus dos hijos, recientemente aumentada por sus nietos, con la entrega a los demás.

Su vida profesional de mancebo de la farmacia de Santiago no se embadurnaba solo de la alquimia de aquel recinto, sino que aplicaba sus dotes de buenas relaciones públicas para atender a los clientes, que eran sus amigos y asesorados, siempre con la sonrisa en el rostro y marcando las buenas intenciones para paliar las grandes y pequeñas enfermedades. Y, con su espíritu altruista, transportaba la farmacia y los servicios básicos de salud a los rincones más inéditos, de modo que no era cicatero para atender a la mujer olvidada de la última cuesta de las Cruces o de San Juan, o a la octogenaria que caminaba con dificultad hacia los últimos pasos de la vida. Tampoco le faltaba tiempo para prestar los primeros auxilios en el momento más inoportuno de un accidente fortuito. Lo había aprendido en su farmacia, y lo había cimentado en los cursos de su ONG más querida, la Asamblea de la Cruz Roja de Alcalá la Real, donde regentó el cargo de vicepresidente y las veces de presidente durante muchos años.

Si el cerro de la Luna hablara, comentaría el hambre que ayudó a paliar en las personas más excluidas y emigrantes. Si las paredes del viejo Hospital visualizaran su vida, no olvidaría tantos esfuerzos para mantener y crear una asociación con su infraestructura y su formación en primeros auxilios, con un amplio círculo de voluntarios y con las campañas más variopintas para paliar la exclusión social: desde la atención a los emigrantes, hasta la primera comida de los más necesitados y también pasando por la presencia de los servicios médicos en los grandes acontecimientos del pueblo de Alcalá la Real; y comportándose con su dedicación contra viento y marea de los que no comprenden que hay necesitados.

Si el cielo del patín de San Juan se abriera, se vería a Antonio con su cornetín, organizando aquella banda de los añorados años ochenta, lo que repitió con la del Dulce Nombre de Jesús, o acudiendo a la fiesta anual del Cristo Septembrino o desviviéndose por aquel grupo de amigos que siempre e incuestionablemente apoyó, y arrostrando con la entereza que lo caracterizaba sus anhelos y sus desvelos de presidir una hermandad que siempre amó.

Si el pilar de la fuente de la Mora cantara gestas anteriores, no olvidaría su apoyo a momentos trascendentales en la comunidad alcalaína que las generaciones actuales tristemente olvidan, cuando afortunadamente se siente saciada del bien básico del agua. Y todo ello lo hizo a cambio de nada. Tan solo de la hermosa sonrisa de una visita a Rute o al siempre alegre Rocío, de un sencillo apretón de manos que lo convertía en un sello indeleble con la fuerza que lo imprimía, de un recuerdo de hermandad o de asociación que preparaba con todo mimo, de un redoble y una marcha de Jesús Nazareno ante las Dominicas, de una visita a la persona más humilde, de una oferta de nueva entrega, de un estrambote final para despertar una sonrisa con tus ingeniosas ocurrencias y sagaces frases cargadas de una bella ironía.

El voluntario es, a veces, un incomprendido. No se le cree en su generosidad, pero el ser creador de seguro que le abrirá las puertas levitando los sacrificios y los malos tragos de sus últimas soledades en la patena de libación colectiva y de la ofrenda final. Y, sin dudas, que Antonio habrá entrado como heraldo tocando su cornetín de órdenes y templando las notas de una historia sencilla y humilde de un testimonio de voluntariado y solidaridad. Gratias tibi, Antonio, compañero miembro de aquella hermandad que compartí desde el acta fundacional en una visita a la bodega de anís de Rute, con el nombre de un dulce, que siempre te marcó. Y, como siempre decías: colorín colorado, este relato de amor se ha acabado en este camino humano.