“Fuiste mi quinto abuelo y siempre, allá donde estés, te recordaré”

Escribo esta carta al cielo. El destinatario es alguien muy especial. Se trata de mi tito, mi quinto abuelo, como siempre decía. Hace ya algún tiempo que nos dejaste, pero mis hermanos y yo nos acordamos de ti cada día. Recordamos tu sonrisa cada vez que nos veías llegar a visitar a mis abuelos y a ti. No podemos olvidarnos de tus abrazos, de la cantidad de besos que nos regalaste hasta el último día en que estuviste consciente, de la dulzura con la que nos hablabas, de tus chascarrillos y, sobre todo, tenemos siempre presente tus historias, repetidas tantas veces, sobre la mili, el cortijo, las clases que dabas de forma voluntaria a los niños que no iban a la escuela y de cuando estuviste “malito” en Granada.
Mi tito, Pedro Ruiz Serrano, era el hermano mayor de mi abuelo Francisco, pero para mis hermanos, Inmaculada y Manolo, y para mí, era mucho más, era como nuestro abuelo, nuestro quinto abuelo. Ese cariño era compartido, porque, aunque no se casó ni tuvo hijos, para “el tito Pedro” nosotros éramos sus nietos.
Mis primeros recuerdos junto a ti, tito, son de los más felices de mi vida. Me remonto a mi infancia. Mis padres trabajaban en la tapicería y tú llegabas casi todos los días a recogerme. Agarrada de tu mano, me paseabas por el campo y cogíamos florecillas para regalarlas a mamá. Desde bien pequeña, me llevabas al parque, me comprabas “chuches” y pasabas horas y horas junto a mí. En nuestros paseos por el campo, o en la casa de los abuelos, hacíamos también las “lecciones”. Cogíamos papel y lápiz y realizábamos deberes de matemáticas. Te inventabas los problemas, con historias de antaño, y me encantaban. Sumar, restar, multiplicar y dividir resultó divertido gracias a ti.
En otros de los momentos más tiernos de la infancia que tengo estás, de nuevo, tú como protagonista. Era la época en la que los circos llenaban de ilusión la vida de los pequeños y, en cuanto te enterabas de que un circo venía al pueblo, venías rápido a contármelo. El día en que llegaba, allí estabas en casa, entusiasmado. Me agarrabas de la mano y me llevabas a ver los payasos y los espectáculos de magia. ¡Cuánto disfrutábamos y nos reíamos juntos! Ahora, cada vez que veo algún cartel en el que se anuncia la llegada de un circo, una sonrisa viene a mi cara, y todo gracias a ti. Hoy, en esta carta, quiero agradecerte ese inmenso cariño que nos diste sin pedir nunca nada a cambio, y a eso, tito, le llamamos “amor del bueno”.
Uno de los últimos recuerdos añorables junto a ti fue en tu último cumpleaños, en tu ochenta y seis aniversario. Mi madre, mis hermanos y yo fuimos, como cada año, a felicitarte. Te compramos un brazo de gitano y encendimos las velas. Te cantamos, con los abuelos, el “cumpleaños feliz” y tú nos brindaste, como siempre, muchos besos y grandes abrazos.
Desde tu partida, tito, muchas cosas han cambiado. Llegó al mundo nuestro “tesoro”, la pequeña María, y estoy convencida de que te hubiese encantado conocerla. Hubiese sido como tu bisnieta. Cuando sea mayor, le hablaremos de ti, de su tito del cielo, y desde arriba seguro que le sonreirás, como siempre solías hacerlo.
Tuvimos tiempo para despedirnos de ti. Estuviste una semana en cama hasta que dejaste de respirar. A cada instante, mis hermanos y yo nos sentábamos junto a ti, y no nos cansábamos de besarte y de decirte lo que te queremos. Jamás podré olvidar tus últimas palabras, acostado en la cama, días antes de que te marcharas para siempre. Te dije: “Tito, te quiero mucho”. Y tú me respondiste: “Y yo te quiero, siempre”. Y por siempre, allá donde estés, te querré y te recordaré.