El hombre del Mundo Obrero

27 mar 2020 / 08:00 H.
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Conforme se van, dejan huérfano ese paisaje que dibuja los perfiles del vecindario de un pueblo. Les damos tierra y los situamos, por la impronta que supieron labrarse, en ese imaginario colectivo del que rescatamos su memoria cada vez que recreamos la crónica social que teje la historia de un pueblo.

Si preguntas en Torredonjimeno por Manuel García Arjonilla, seguramente muchos no caerán en la cuenta. Pero a Picardía, su apodo, le conoce cualquier tosiriano. Falleció antes de ayer y el confinamiento por el virus impidió que se le despidiera como merece. La estampa de Manolo es imborrable. Enjuto y moreno, con el tatuaje perenne que imprime el tiempo en la piel de los jornaleros del campo, se le veía transitar con un fajo de periódicos del Mundo Obrero bajo el brazo, el órgano de prensa del PCE, calle a calle, casa a casa, vendiéndolos para sufragar la causa y sus afanes. Murió antes de ayer casi con 97 años. En siete días los hubiera cumplido. Casi un siglo comprometido con su familia, por la que trabajó sin desmayo, y con su partido. Buen vecino y buen comunista. Manolo dedicó también toda su vida al servicio de la causa de los trabajadores. Nunca hizo política oficial, pero siempre la asistió desde el tajo, con el periódico del partido en bandolera, en los mítines, tras la barra del bar del PCE en la feria de San Pedro. Emigrante desde 1960, año en el que con otros seis paisanos se montó en el tren hasta Hendaya y desde allí hasta los campos de Villeneuve-Les Sablons, departamento 47, a la remolacha, trabajo duro donde los haya. En el noroeste de la república francesa. Y de allí al sureste. A Lot et Garonne, a por la fruta. Curiosamente en la región de La Picardía. “Niceto y los siete magníficos”. Así bautizaron a este grupo, también en memoria del recordado Niceto Ortega.

Manuel vendió tantos mundos obreros que un año fue el número uno de España. El premio colmó una ilusión que nunca creyó cumplir, un viaje a Moscú con otros camaradas. Al regreso, los anfitriones moscovitas les ofrecieron elegir un obsequio. Un afamado gorro del ejército ruso, o una lata de su preciado caviar. Nada de eso le interesaba. Compuso entonces una hermosa metáfora. Quiso dos palomas de la Plaza Roja. No se sabe cómo, pero se las ingenió para traerlas. Conozco el episodio de oídas, pero sea leyenda o no, le define. El hombre del Mundo Obrero, y de las palomas, ya forma parte de nuestra memoria colectiva.

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