“Adiós a un gran compañero de tajo que se fue de una manera prematura”

Incredulidad. Eso es lo que sentí el viernes, a primera hora de la mañana, al observar, en el panel de esquelas del Paseo de los Álamos, en Alcalá la Real, la presencia del nombre de una persona conocida y que me causó impresión. No podía creer que, un rato después, a las diez y media iba a celebrarse el funeral de entierro por Adriano Cano Vera. Solo tenía sesenta y seis años y aunque sabía, desde hacía tiempo, de sus achaques no salía de mi asombro ante esta pérdida.
Adriano Cano pertenecía a una de esas amplias estirpes arraigadas en el mundo rural que atesoran conocimientos desde tiempos inmemoriales acerca del campo y su cuidado. Había venido al mundo y crecido en la aldea de Las Grajeras, una pedanía compuesta por cortijos dispersos que se alinean junto a la carretera que une Puertollano y La Rábita. Precisamente en esta última también tenía familiares, más o menos remotos, como el pedáneo, Custodio, que compartía con él, en el mismo orden, los apellidos Cano Vera. Creció en un hogar sin la escasez material que caracterizó a otros, ya que los padres tenían “apaños”. Desde joven, las enseñanzas mamadas en casa, hicieron que fuera una persona trabajadora y con iniciativa, capaz para muchos cometidos. Igual trabajaba en el campo que en la construcción.
Su vida entró en una nueva etapa cuando conoció a María Ocaña Milla, una sencilla gran mujer, ejemplo de superación. Ella ha dejado sus vivencias plasmadas en un libro “Luchando por una vida triste y difícil”, en la que María relata su existencia desde niña y posteriormente la convivencia con su esposo y la llegada de los tres hijos de ambos, Miguel Ángel, Sergio y Loli. Precisamente, con Adriano, María, Sergio y Loli coincidí, como compañero de fatigas, en la campaña de la aceituna en el cortijo de El Coscojar, situado cerca de Fuente Álamo. Allí comprobé la nobleza que caracterizaba a Adriano y al resto de sus allegados, así como su destreza profesional. Era una persona muy hábil, que, además de con la vara, se defendía a la perfección, por ejemplo, como talador.
La vida de Adriano, María y el resto de la familia dio un vuelco por la absurda y repentina muerte de Sergio. Desde entonces, el progenitor no levantó cabeza. El mazazo había sido muy contundente. Sin embargo, el matrimonio aún tuvo, en 2008, la entereza de ceder al museo local un legado de más de doscientas piezas geológicas recolectadas por su malogrado hijo Sergio en sus salidas por el campo, por lugares como Las Grajeras. Con el paso del tiempo, la salud de Adriano Cano cayó en barrena y sufrió importantes problemas respiratorios, que le mermaban la calidad de vida y con los que tuvo que lidiar, siempre apoyado por sus seres queridos. Descansa en paz, Adriano, igual que otros compañeros de trabajo en las jornadas aceituneras en El Coscojar como Mari Carmen y Cirilo.