El garbanzo y el ruiseñor
Recolección. Apenas trescientos metros cuadrados sembrados que terminarán de florecer con la primavera

Son apenas trescientos metros cuadrados sembrados. Sus matas primaverales, que apuntaban con rabia al cielo hace dos semanas, hoy rastrean sobre la tierra ocre y húmeda. Una semana más y lograrán tocarse en sus tallos más fogosos. La primavera es así de generosa. Tres o cuatro días lluviosos y templados tienen el efecto del milagro. La vida verde es la más lozana y feliz de todas. Si le buscamos un parecido con la nuestra, la caliente y lenta de los mamíferos, diríamos que nos parecemos a ella cuando somos cachorros juguetones, inocentes y libres. Ni sus brazos verdes temen estirarse en la lejanía, ni a nuestros saltos y carreras amilanan torceduras y caídas. Se trata sencillamente de jugar y crecer mientras el mundo se pone de nuestro lado.
La pequeña tabla bajo el terraplén de la carretera que me ha detenido y he fotografiado, es un fragilisimo sembrado de rizadas matas de garbanzos. Si la primavera se da bien, el bicho no ataca y el sol de junio se apiada y no calcina, el abuelo que la cuida y mima recogerá ochenta o cien kilos. No son muchos ni pocos pero le valen: quince o veinte para él, que ya está solo, y el resto para sus hijos, en Madrid uno y en Bilbao la chica.
Siembra como toda la vida, aunque desde hace unos cuantos años sin ayuda de las mulas. Una máquina a motor voltea y cierne la tierra en una hora. Luego todo lo realiza ayudado de su vieja azada que aún voltea con seguridad sus muy usados brazos de roble. Su filo redondeado y cortante se proyecta sobre la tierra con la fiabilidad y seguridad que transmite el cirujano a su bisturí. Todo a ojo y todo simétrico. Dos o tres garbanzos cada medio paso y ya está. Los surcos alineados con anterioridad van a dar a las plantas una horizontalidad perfecta sin necesidad de tirar el cordel del albañil que tanto sirve al oficial de obras.
“Dos o tres garbanzos darán cien, sin hablar mis dolores de espalda, jejeje”. Los últimos días de julio, o puede que en agosto tras las fiestas de santa Ana, llevará las matas sequísimas a la explanada dura y escueta junto a la carretera. Allí, cubierto de su sombrero de paja eterno, sentado en una banqueta de madera y una larga vara de castaño por toda herramienta, apaleará los haces durante dos dias hasta que las aguerridas gavillas de garbanzos, acorraladas y rendidas, decanten el fruto sobre el cemento. Luego los pasará “almorzá tras almorzá” por la criba y distribuirá su tesoro en tres montones: la paja con más granza y palillos para la yegua; la fina y alimenticia que cayó por la criba para los conejos y las chivas y “los garbanzos para mi”.
Todo lo anterior es cierto aunque parece irreal, un cuento del pasado, estampa viva de la escasez, el hambre y la opresión. El trabajo de este anciano de 89 años “para entretenerme y pasar el rato” lo lleva a cabo una empresa agrícola de alto rendimiento en un suspiro. Y todo nos parecerá idéntico. Tierra roturada y bien alimentada, semilla seleccionada y en perfecto estado, maquinarias programadas para que se claven en la tierra, tapen la semilla y le den el último beso de abono. Pero no es lo mismo. Nuestro abuelo extremeño mantiene una cultura milenaria que se pierde con idéntico llanto que despedimos a tantas especies animales y plantas. O dicho sin meandros: la desaparición de esta manera de traer garbanzos acarreará la muerte de más especies con su belleza y sus cantos. A doscientos metros de su mínimo garbanzal aún cantan los ruiseñores celosos y protectores de sus nidos y polluelos que ya rompieron el cascarón. Se oyen los verderones y los pardillos. Luís asegura que este año le toca venir al arbejo. El jilguero y las oropéndolas, aparecerán en mayo cuando la humedad vaya a menos. Y que no nos dejen nunca los mirlos y las bandadas agresivas de rabilargos, porque cada año se ven menos. Y los gorriones, pues esos sí que son nuestra última esperanza.